Lo normal es pensar que cuando Sánchez habla de pactos, de cualquier pacto, no se refiere a algún supuesto modo de consenso o compromiso de cumplir lo acordado en alguna hipotética negociación, que tuviera la intención de posibilitar la gobernabilidad, la estabilidad económica y la regeneración institucional y democrática, o para salvar al Estado de la hecatombe institucional en la que él mismo nos han metido. Si pacta, no lo duden, lo hará exclusivamente porque tiene garantizado el reacomodo del poder.
El pacto es peligroso y arriesgado, pero también es bueno en el sentido de poder considerarlo como un mal menor ante la voracidad colonizadora de Sánchez, ante la necesidad de reforzar de alguna manera la independencia judicial y la de cubrir urgentemente las cien vacantes pendientes. De alguna manera se consigue arrancar a Sánchez una serie de compromisos que mandatan al Congreso de los Diputados para una reforma del sistema de elecciones y todo ello bajo la supervisión europea, imprescindible cuando uno de los firmantes es un trilero profesional.
De momento y sobre el papel, desde este punto de vista, parece que el acuerdo para la renovación del órgano de gobierno de los jueces evitará la tendencia de los nombramientos pastoreados por el sanchismo en el intento empecinado de colonizar al Tribunal Supremo, como ha pasado con el Constitucional, convertido ya en tribunal de casación para las sentencias del Supremo, borrando el grueso de la sentencia de los ERE de Andalucía y preparado para acoger los destinos universales de los amnistiados por el 'procés'.
A estas alturas de la película, conociendo al sujeto como lo conocemos, la cuestión se centra en preguntarnos por el motivo que ha llevado a Sánchez a ceder, a renunciar al asalto directo del Consejo General del Poder Judicial, tal y como amenazó. Ante la necesidad de la reforma y la presión de Europa, parece que Sánchez ha decidido que le sobra con el Constitucional para conseguir sus objetivos. Sin ir más lejos, la semana pasada el Tribunal Constitucional rebajó la condena a Magdalena Álvarez en el caso de los ERE de Andalucía y la próxima semana se van a ver los recursos de Antonio Fernández, consejero de empleo, y de Carmen Martínez Aguayo, consejera de Hacienda. Luego vendrá Griñán, con borrón y cuenta nueva ante el mayor caso de corrupción de la historia de nuestra democracia. Resulta ahora que no hubo malversación en un sistema perfectamente planificado desde lo más alto de la Junta de Andalucía durante diez años para repartir millones de euros disfrazados de subsidios, para comprar voluntades, con sindicatos y directores generales corruptos que se gastaban el dinero de todos en prostitutas y drogas.
Le sobra con tener a Cándido Conde-Pumpido y a Inmaculada Montalbán en posición de firmes y en perfecto estado de revista.