El Congreso de los Diputados ha aprobado una proposición no de ley para alargar la vida útil de las centrales nucleares y se han enterado tres y el del tambor. Primero, porque la anestesia general del personal impide ver la trascendencia del asunto. Sólo reaccionaremos ante una subida del recibo de la luz incontrolada -más aún- o cuando al encender el microondas no tengamos energía. Lo de no poder cargar la batería del móvil o de la tableta sería un drama que, sin ser agoreros, nadie es capaz de descartar por completo. Luego, en el escaso interés por la noticia, hay una cuestión evidente: las propuestas no de ley sirven para lo que sirven, es decir, para nada. Su efecto es nulo. Aunque constituyen un mandato expreso decidido por una mayoría del parlamento, en este caso dirigido al Gobierno, Sánchez y los suyos se lo van a pasar por el forro. De lo que se trata es de anteponer la ideología a las necesidades reales, por mucho que eso suponga asfixiar las opciones de crecimiento industrial o aumentar la factura eléctrica de los contribuyentes. Y hay una tercera cuestión que no deja de ser un fallo histórico que siguen cometiendo -en menor medida, eso sí- el sector vinculado a la energía. A diferencia de otros ámbitos, son incapaces de articular una respuesta robusta y unitaria que permita trasladar a los ciudadanos el desafío al que se enfrenta una sociedad como la española si se materializa el apagón nuclear. En el pecado llevan su extensa penitencia.
La proposición no de ley para instar al Gobierno a prolongar la vida útil de las centrales nucleares salió adelante con los votos a favor de PP y Vox y la abstención de los de Puigdemont y Esquerra Republicana. Esto último es lo relevante y no que los diputados del PSOE por Extremadura apoyaran el plan de cierre -incluido el de Almaraz-, en una muestra más de su incoherencia permanente. Les pasa lo mismo que a sus colegas de Castilla-La Mancha, capaces de defender una cosa sobre el terreno y votar justo la contraria en el Congreso. La amnistía es la prueba del algodón más evidente.
Con la abstención, los separatistas catalanes tratan de resituarse ante un cierre nuclear que, para Cataluña, tendría un impacto incluso superior al de otras plantas del país. Los tres reactores que operan en esta región -Ascó I y II y Vandellós II- aportan el 55% de la generación eléctrica de toda Cataluña. Este dato es significativo si lo comparamos con el papel que juegan las renovables, que apenas generan el 20% de la energía de esta comunidad, entre otras cuestiones porque la legislación autonómica para eólicas y solares es más restrictiva que otros puntos de España. Han sido los propios partidos separatistas quienes, al frente de la Generalitat, impidieron el desarrollo de las renovables. Ahora, ante el cercano cierre de los dos reactores de Ascó, previsto para dentro de cinco y siete años, les ha entrado el canguelo. Y no sólo porque se pondría en riesgo el suministro de energía en Cataluña y se cercenarían las opciones de desarrollo industrial. La pela es la pela y eso se lo han recordado ya los alcaldes de la zona a sus jefes. La clausura de Ascó supondría la pérdida de 3.000 puestos de trabajo, entre directos e indirectos, y el Ayuntamiento donde está ubicada la central dejaría de recibir más de 15 millones de euros anuales.
Dentro de este contexto, los separatistas catalanes pueden ser el último -y único- salvador de la energía nuclear en España, lo cual no deja de tener su guasa. ERC tiene claros principios antinucleares, que no tendrá reparo en cambiar cuando se acerque el momento de la verdad. Y si Junts se sube también a ese carro, Sánchez tendrá que claudicar una vez más ante las exigencias de sus socios. Si la primera en cerrar fuera Ascó y no Almaraz, seguro que ya estábamos en un escenario diferente.