Se autodenominan feministas las que sabían que Monedero era un sobón y lo taparon. Se hacen llamar feministas las que conocían la vida poco ejemplar de José Luis Ábalos y miraron para otro lado. Y presumen de feministas las que cuando recibían denuncias contra Íñigo Errejón por conductas sexuales reprobables echaban toneladas de tierra encima. Ahora se entiende su obsesión permanente señalando a todos los hombres como violadores en potencia y las lecciones diarias calificando a la mitad de la población de machistas y opresores. Con lo que han tenido en casa es normal ese feminismo radical y fanático. Hace tiempo que llevo preguntándome con qué clase de hombres se juntaban para mostrar esa cara tan intolerante. Duda resuelta: es la coraza cínica para no asumir lo que te rodea; la hipocresía máxima con la que esconder el sometimiento que les marcan sus jefes.
En este 8M hay una nueva bandera negacionista. No se trata de la corriente que rechaza la existencia de una violencia estructural que afecta a las mujeres. Es algo más revelador y consiste en cuestionar a las víctimas si el agresor es dirigente de un partido de izquierdas. Delatar únicamente a los puteros que no hayan sido ministros de Sánchez o secretarios de Organización del PSOE. O negar el carné de feminista al que ose colocar frente al espejo los escándalos de Ábalos, Errejón, Monedero o Juanjo Martínez, candidato de Sumar en Baleares denunciado por abusos sexuales. Están a dos telediarios de negar la existencia del propio 8M. Ese sí que sería negacionismo del bueno. Aun así, las manifestaciones convocadas por el Día Internacional de la Mujer van a estar huérfanas. No serán lo mismo sin Juan Carlos Monedero detrás de la pancarta al grito de «aquí estamos las fe-mi-nis-tas». O ese Errejón altivo proclamando que «no hay denuncias falsas, hay una derecha fanática cuyo trabajo es criminalizar a las mujeres». Será muy enriquecedor volver escuchar a Pablo Iglesias, que, después de asegurar que azotaría a Mariló Montero «hasta que sangrase», defiende que España debe ser un país feminista, en uno de sus habituales giros hipócritas que, casi siempre, le salen gratis.
El feminismo debería ser una de las causas más nobles de toda sociedad moderna. Nadie puede negarse a que hombres y mujeres tengan las mismas oportunidades, a que las leyes salvaguarden un trato igualitario y a que no haya ningún obstáculo para que las mujeres puedan desarrollar todo su potencial. Que la legislación castigue a violadores y agresores, no que los pongan en la calle antes de tiempo. Un feminismo que, sin prueba de carga, tenga como principio básico la presunción de inocencia, esa que ahora exige Errejón, pero que enterraba por sistema cuando pontificaba sobre la materia. Un feminismo que no calle ante abusos cometidos por dirigentes de Podemos o de Sumar. Que no esconda casos tan vomitivos como la violación de una niña en el Hospital de Guadalajara sólo porque el director de Gestión era del PSOE y no actuó con la determinación que la familia de la mujer agredida le había exigido. No se pueden llamar feministas los que se preocuparon más por censurar la noticia antes que reunirse con la víctima.
Todo esto es también el 8M, que en este 2025 viene trufado de escándalos protagonizados por los que nos dan lecciones de moral a cada segundo. Son ellos -encubiertos y justificados por ellas- los que se han cargado el movimiento feminista, que debería ser integrador y no excluyente, sin poner permanentemente al hombre en el disparadero como una pieza a cobrar.