Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Jiñar en el campo

21/02/2025

Lo de evacuar bien en el campo es un arte. No está capacitado cualquiera y para los urbanitas se convierte en un deporte de riesgo. Nada que ver con los que viven en el medio rural, con una técnica de lo más depurada. Hubiera sido interesante consultar por la cuestión al Quevedo del Siglo de Oro, no al cantante del Quédate. Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos reflexionó mucho sobre el saludable ejercicio de excretar, aunque nunca lo hizo por el jiñar campestre. Aun así, cualquiera de sus citas más escatológicas queda reafirmada cuando se trata de defecar al aire libre: «No hay gusto más descansado que después de haber cagado».
Ni al campo ni al trasero se le pueden poner puertas y cuando la tortuga saca la cabeza del caparazón hay que permitirle que salga de forma inminente. Es un abono orgánico que no contamina, salvo que seas de culo fino, te limpies con un pañuelo de papel o similar y lo dejes tirado en el suelo. En ese caso, además de finolis, eres un guarro de manual, porque en tu casa no haces lo mismo. Pero volvamos al asunto del alivio inmediato cuando te pilla en el campo trabajando. Esto es difícil de explicárselo a los políticos de moqueta que legislan y mucho más a los inspectores que se encargan de atosigar al contribuyente para castigarle si no cumple leyes absurdas. La persecución a las gentes del campo está llegando a extremos que dan pie a la caricatura o al meme, pero que son un claro indicador del absurdo al que están llevando el noble oficio de agricultor. Lo han comprobado unos olivareros de Toledo a los que dos burócratas amenazaron con multarles porque en plena campaña de la recogida de la aceituna no habían instalado baños portátiles en la finca en la que estaban laborando. Pretendían que el dueño de la explotación llevara a cuestas el inodoro para que cuando los recolectores sintieran la llamada de la naturaleza tuvieran el retrete a pie de olivo. Cuando el despropósito vio la luz -se hizo viral, en terminología moderna- y los enviados de la Inspección de Trabajo quedaron retratados, recularon como si hubiera sido una invención de los agricultores, tan poco instruidos que no saben lo que leen.
No lo tomen como una anécdota. Es el pan de cada día para los que se ganan la vida con la tierra que labran. Da igual si recogen aceituna, cereal, espárragos o fruta de hueso. Las trabas no tienen fin. Trabajan al aire libre y llevan haciendo sus necesidades desde que el mundo es mundo a pie de un chopo o detrás de un sitio boscoso, por aquello de garantizar la intimidad. No hablamos de grandes invernaderos o de naves agrícolas donde se selecciona el producto. Como la fiscalización no tiene límites, se amplía a un campo de olivos o a una plantación de pepinos. Pregunten a cualquier agricultor y le contará exigencias de lo más variopintas. Ellos son los primeros interesados en mejorar la seguridad y la salud laboral de sus empleados y la suya propia, pero el disparate debería tener un límite. Por eso, ha escocido la mención que hizo María Luisa Gutiérrez, productora de cine, cuando recogió el Goya por La infiltrada: «Los agricultores y ganaderos de este país lo están pasando mal. Nadie habla de ellos, son invisibles. El campo lo está pasando mal y sin el campo no tenemos nada». La cineasta galardonada no habla de oídas. Viene de una familia de labradores de Yunquera de Henares y, como reconoció, la agricultura le ha pagado sus estudios. Por este mensaje y por el resto de su impecable discurso le han llamado fascista. Les puede mandar a todos a cagar. Al campo, eso sí, que seguro que no saben.