Cuando a Felipe González le preguntaron después de su victoria por mayoría absoluta en las elecciones del 28 de octubre de 1982 por sus objetivos como presidente del Gobierno, su respuesta, más o menos textual, fue la siguiente: «una de nuestras prioridades es que España funcione». Lo tenía muy claro. A ese reto se añadía el propósito inaplazable de modernizar España.
Pues bien, cuarenta y dos años después, nuestro sistema democrático empieza a acusar cierta fatiga de materiales. La modernización es una asignatura felizmente superada, pero nos falla el funcionamiento del sistema al que aspiraba el primer presidente socialista de la democracia. Ha habido, desde entonces, avances incuestionables, pero todavía – más de cuatro décadas después - somos incapaces de hacer funcionar los engranajes del Estado a la hora de afrontar situaciones excepcionales.
Hace algunos días, le preguntaba al periodista y abogado, José Antonio Zarzalejos – bastante certero en sus análisis políticos – si compartía la idea de que tenemos un Estado fallido, y me contestó lo siguiente: «No es un Estado fallido, pero sí un Estado ineficaz». Los acontecimientos más recientes son la mejor demostración de esto último.
La ineficacia, de unos y de otros, por mucho que se intente culpar de manera sectaria y rastrera al adversario político, es evidente. La ineficacia de la administración autonómica y central, y también la descoordinación entre las distintas administraciones, han quedado patentes ante la riada.
Estamos, efectivamente, a los pies de los caballos. Tenemos un sistema político descentralizado, en el que se solapan o se duplican competencias, se embarra – nunca mejor dicho – la administración de órdenes, contraordenes, competencias (y también incompetencias) decretos y leyes, muchas veces contradictorias con otras todavía vigentes. Todo ello, como estamos viendo ahora, resta eficacia y capacidad de reacción ante cualquier imprevisto.
Ante una catástrofe como la de Valencia, sobran los permisos y autorizaciones pertinentes. Y sobra, por supuesto, la utilización política de la tragedia. Los miles de voluntarios que cogieron la mochila y se presentaron en las calles de Paiporta, Torrent, Alfafar, Chera, Utiel o Requena, no tenían ningún permiso, ni esperaron a que nadie se lo diera, o luego se lo pidiera.
Pero, lamentablemente, tenemos un gobierno más preocupado por el relato, la imagen y la estrategia cicatera de la rentabilidad política ante cualquier acontecimiento, que por la actuación inmediata, sin pensar en sus consecuencias. Así como una oposición que no sabe muy bien por dónde se las anda.
Tres semanas después de la tragedia, y seguimos esperando la comparecencia de Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. Como seguimos esperando las dimisiones en cadena de todos aquellos altos cargos que no supieron estar a la altura de las circunstancias.
Como bien decía Zarzalejos, es evidente que tenemos un Estado ineficaz. Pero también muchos inútiles que siguen cobrando de nuestros impuestos, a pesar de una nulidad acrisolada.
Los ciudadanos seguimos echando en falta unos servidores públicos solventes que sean capaces de afrontar, sin esconderse, situaciones excepcionales como la riada del pasado 29 de octubre.