Mientras las bolsas de todo el mundo se hundían, Donald Trump jugaba el fin de semana al golf junto a las playas de Florida. No sabemos si se llevó la tabla de los aranceles en la mochila y el estuche de rotuladores para tachar o corregir entre hoyo y hoyo algunos porcentajes. Tampoco si guardaba nuevas ocurrencias debajo de la gorra.
Si no fuera por las graves consecuencias económicas y sociales de los aranceles que ha decidido imponer el presidente de Estados Unidos, todo lo que está pasando nos parecería una broma. A los conflictos armados de Ucrania y Gaza, de consecuencias imprevisibles, se une ahora una guerra comercial a gran escala, en la que todos saldremos perdiendo, incluido EEUU. Después de aceptar como animal de compañía la globalización, llega un descerebrado a la Casa Blanca y decide restablecer las barreras que creíamos olvidadas después de la Segunda Guerra Mundial.
Las respuestas de los países afectados por el nuevo gravamen arancelario impuesto por Trump no se han hecho esperar. Europa, al igual que está ocurriendo con los presupuestos en Defensa, ha reaccionado al unísono imponiendo también subidas de aranceles a los productos que llegan de EEUU. Pero, como casi siempre ocurre en el viejo continente, surgen diferencias y matices entre gobiernos y Estados.
España no podía ser menos. A pesar de las medidas restrictivas de la Unión Europea para frenar la expansión comercial china, especialmente en la industria del automóvil, nuestro presidente de Gobierno ha decidido subirse en marcha al 'Pekín exprés'. Aquí no se ha escondido, sino todo lo contrario. Su acercamiento al secretario general del Partido Comunista y presidente de la República China desde hace diez años, Xi Jinping, cuenta además con la bendición y asesoramiento de José Luis Rodríguez Zapatero.
No estaría de más conocer lo que esconden las actuaciones de Zapatero en el tablero internacional; sus excelentes relaciones con el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, su aproximación al buró político encabezado por Xi Jinping, o sus encuentros con un significado estadista del independentismo catalán, Carles Puigdemont. De momento, quédense con esta frase de Zapatero, propia de un aspirante al Premio Nobel de la Paz: «Construir la paz es la tarea más apasionante de un demócrata». O, si lo prefieren, con esta otra, más reciente: «Hay que ir al reconocimiento de la identidad nacional de Cataluña».
Y, puestos a reconocer, reconozcamos también la falta de escrúpulos del actual Gobierna a la hora de marcar distancias o establecer alianzas. Está claro que no hay química entre Donald Trump y Pedro Sánchez, pero ni China ni Marruecos o Venezuela pueden ser ninguna referencia. Tampoco el ejemplo a seguir.
Mientras Zapatero trata de convencer a Puigdemont para que apoye la aprobación de los presupuestos – los de este año o los del siguiente -, Pedro Sánchez ha encontrado en esta nueva crisis económica mundial, propiciada por Donald Trump, una vía de escape y distracción. La acción del Gobierno, paralizada por la aritmética parlamentaria dependiente de sus socios, es tan precaria que solo la defensa de nuestros intereses en el marco internacional puede justificar la continuidad de una legislatura como esta.
No hay mal que por bien no venga, ni mal que cien años dure. Sánchez sabe que, tanto en Defensa como en el conflicto de los aranceles, la oposición está obligada a darle una tregua.
Y, así, iremos, dando tumbos y a trompicones, hasta que se agote la legislatura más lamentable y estrambótica de nuestra reciente historia democrática.