«La esperanza está de vuelta», gritaba Michelle Obama ante una Convención demócrata entusiasmada. «Hay algo maravillosamente mágico en el aire. Lo estamos sintiendo aquí, pero se está extendiendo por todo el país….Ya sabéis de que estoy hablando: es del poder contagioso de la esperanza». Los militantes, seguidores demócratas y muchos países democráticos, estaban necesitando estos vientos de esperanza. Durante meses el partido demócrata estadounidense se había encontrado con uno de los peores escenarios que un partido tiene que afrontar: la sustitución de un presidente, empeñado en continuar. Las propuestas de candidatos son decisiones que sacuden las estructuras de los partidos. Surgen las batallas internas, los aspirantes encontrados, las maniobras para apoyar a unos u otros, las manipulaciones de los medios de comunicación de un lado y de otro. Las dudas, los intereses de muchos actores menores que viven de la política. La elección de un nuevo candidato genera traumas, rupturas internas. El cambio, cualquier cambio, implica riesgos, pero las direcciones de los partidos tienen la obligación de afrontarlos. La elección táctica de Kamala Harris, para remplazar a Biden, incorporaba una serie de riesgos que la dirección del partido demócrata ha sabido gestionar. Se controlaron las ambiciones de los líderes aspirantes, se reclamó el apoyo en público de todos ellos y se pactó una Convención que trasmitiera, con la espectacularidad de los grandes eventos, la unidad del partido. Y en ese escenario, de calma interior y renuncias oscuras, Michelle Obama pudo invocar el poder contagioso de la esperanza. Batallas internas superadas.
La elección de Kamala Harris es una apuesta interna por una mujer racializada, que aspira a gobernar un país como Estados Unidos. En ella se dan elementos que conviene destacar: mujer, joven, de color y progresista. Un mensaje esperanzador en la trayectoria de un país frente a un candidato, Trump, xenófobo, aislacionista, antifeminista, condenado como delincuente. La propuesta, al mismo tiempo, implica una responsabilidad insólita para las mujeres y las personas de color, mayoría, de aquel país. En sus manos se encuentra un giro hacia la esperanza en una historia que hasta el momento han protagonizado hombres exclusivamente.
La esperanza, según el filosofo alemán Byung-Chul Han, nos regala el futuro. Nos permite mirar a lo lejos, nos empuja a tomar medidas y decisiones que superen un presente confuso y turbio, agobiado por caos conspiranoicos y de colapso universal. Se difunden mensajes apocalípticos, catástrofes climáticas inminentes, epidemias devastadoras y anuncios de la extinción de la humanidad. La esperanza, por el contrario, nos permite confiar en los sueños de utopías posibles y en la construcción cotidiana de una vida mejor. La esperanza es un antídoto contra el odio, las discriminaciones y las desigualdades. Se opone a los mensajes que condenan al diferente, que califican a las personas en función del color de la piel, de la religión o del sexo. La esperanza combate los miedos. Miedo a que otros nos disputen una patria, concebida como un cortijo de explotación exclusiva. Los mensajes desesperanzados de la ultraderecha hablan de otros, subsaharianos o practicantes de otras religiones, que consumen nuestros privilegios, nuestros salarios, nuestras pensiones, que aportan inseguridad. Falso, pero repetido insistentemente genera intranquilidad en colectivos despreocupados. Y una población ignorante es más fácil de manipular que una sociedad esperanzada. La España de la democracia desechó la dictadura y apostó por la esperanza para construir un país mejor, más desarrollado, más tecnificado, más variado. Esa esperanza parece cuestionarse ahora. Ojalá que los vientos de esperanza, que vienen desde los Estados Unidos, refuerce nuestra esperanza en el futuro.