El último Barómetro de la Imagen de España (BIE), el que elabora periódicamente el Real Instituto Elcano, vuelve a poner sobre la mesa una de las grandes paradojas de España. El nuestro es uno de los pocos países que se ve mejor desde fuera que desde dentro. Lo habitual en estos estudios es que la población tenga una percepción más positiva que los extranjeros sobre su propio país. España es exagerada y pertinaz en lo contrario.
En el tablero europeo que propone el Barómetro, de hecho, España destaca como el país mejor valorado en una escala de 0 a 10 (7 puntos), superando a potencias tradicionales como Alemania o Francia. Italia, por ejemplo, valora a España por encima de sí misma, algo realmente anómalo para tratarse de un país con mayor renta que el nuestro. Los españoles, por poner otro ejemplo, evaluamos con un 3,4 nuestra calidad de su vida política, la mitad de lo que perciben los extranjeros.
Esta disparidad es digna de estudio y de hecho lo ha sido en el pasado, ya que se trata de un fenómeno es de vieja data. Se han expuesto tradicionalmente varios motivos. El primero es el voto que otorgan las 'comunidades históricas', donde un porcentaje de la población es reacio a hablar bien de España en su conjunto. El segundo es nuestra categoría de potencia turística: los extranjeros disfrutan España durante sus vacaciones; nosotros la sufrimos en los días laborables.
Pero estas explicaciones no terminan de explicar el fenómeno. Hay algo autodestructivo en el nervio nacional español, una autoflagelación atávica e irracional que puede recular positiva en algunos aspectos, pero que en general lastra nuestra manera de estar en el mundo.