Han pasado cinco años de aquel 31 de enero en el que se confirmó en España el primer contagiado por Covid-19: un hombre de nacionalidad alemana y en la Gomera. El mismo día volvían a Madrid una veintena de personas procedentes de Wuhan que fueron puestos en cuarentena en el hospital militar Gómez Ulla. Se intuía que algo terrible se estaba moviendo con trazas de pandemia, pero no se sabía que agente lo causaba. A todos pilló de improviso. Los sanitarios se las ingeniaron con lo más variopintos atavíos para crear equipos que evitarán los contagios. Los hospitales y los centros de Salud estaban desabastecidos de materiales para hacer frente a lo que se avecinaba. Y se saturaban las urgencias. Y las plantas de los hospitales. Los profesionales no daban abasto. Doblaban turnos, duplicaban guardias, se incrementaban las bajas entre ellos. Así surgió eso de salir a los balcones a aplaudir la resistencia de los sanitarios a los que se pedía que aguantaran como fuera por nosotros, porque nadie se sentía libre de la epidemia. Fueron unos aplausos de apoyo y miedo. De desesperación y esperanza. Se multiplicaban los mensajes de solidaridad colectiva, de salvarse juntos, de sobrevivir a un enemigo desconocido y letal. Se puso de moda la palabra "Resiliencia." Se activaron en la memoria de las gentes los terrores de epidemias ancestrales de otras épocas que mataban a la población por millones. La más reciente, conocida como gripe española, se llevaría por delante a más personas que la catastrófica guerra mundial recién terminada. Se impuso un confinamiento estricto para que nadie saliera de sus casas. Se paralizaron todas las actividades laborales y productivas. Un desastre insólito nunca visto hasta ese momento. Y comenzaron a llegar los números de los primeros fallecidos. Las epidemias medievales eran profundamente destructivas. Los testimonios de esas épocas hablaban de muertes a miles, de comportamientos enloquecidos, de dolores terribles, de sufrimientos espantosos. Nadie sabía cómo actuar. Solo encerrarse donde fuera posible. El presente se contraía entre las paredes de los domicilios, el futuro se desvanecía entre el miedo y la incertidumbre.
Los más indefensos fueron las personas de mayor edad. Casos se contaban de Residencias de la tercera edad donde yacían abandonados cuerpos de fallecidos que las unidades militares de limpieza encontraban hacinados. Nadie lo quiere recordar, pero fue noticia. Era una catástrofe de proporciones desconocidas. Se produjo una recesión económica como no se había conocido desde los años treinta. Se proyectaban imágenes desoladoras, se incrementaban las cifras de muertos. El día 2 de abril se notificaron 950 muertos en un solo día y 10.000 contagiados. A comienzos de mayo serán 25000 los fallecidos. ¿Somos capaces, cinco años después, de revivir en su feroz crueldad aquellos meses, encerrados en los domicilios, con precauciones que nadie sabía si eran eficaces para evitar contagios? ¿Somos capaces, cinco años después, de revivir con toda viveza la intensidad de las angustias de las gentes aisladas y asustadas por el número de fallecidos, vecinos, amigos o conocidos?
Cinco años después se ha impuesto una amnesia aterradora, individual y colectiva. Si la esperanza consistió en salir mejores de aquella experiencia, cinco años después se constata que nada de eso ha sucedido. Incluso en la más reciente catástrofe en Valencia aquel espíritu de solidaridad colectiva ha intentado ser suplantado por el individualista y falaz mensaje del pueblo salva al pueblo. Ninguna pandemia y ninguna catástrofe se han superado si no es organizando las actuaciones por las instituciones y canalizando los recursos públicos hacia un mismo objetivo. Y como ejemplo aterrador de que la humanidad nada ha aprendido, en Estados Unidos gobierna, con el apoyo de 77 millones de ciudadanos, un villano de cómic que recomendaba para combatir la epidemia baños internos de cloro.