Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Adiós a dos genios

20/04/2025

El fallecimiento de Mario Vargas Llosa en la madrugada del pasado domingo, día 13, en Lima, justo cuando, por una de esas casualidades inexplicables, unos cuantos amigos y compañeros andaban velando en el tanatorio de Albacete el cuerpo de nuestro compañero de la Facultad de Humanidades Virgilio Ramón González Serrano, (67 años), auténtico devorador de libros, y seguidor entusiasta de la obra narrativa del peruano, ha supuesto un doble aldabonazo para sus íntimos amigos. Veintidós años los separaban, tiempo suficiente para leer y releer la obra del propio Mario Vargas, la de Cortázar, la de Proust, Joyce, e incluso Balzac y Pérez Galdós. Ahora, como nos decía su hija, «sus cenizas yacen en su casa, en su correspondiente urna, custodiando eternamente, o acaso releyendo, esos libros a los que fue fiel toda su corta vida».
Y es que, mientras que la muerte de aquel caballero a cuya investidura de Doctor honoris causa de la UCLM, en el Paraninfo universitario del Campus de Albacete, tuvo  por la edad -89 años–, sino también por sus últimas dolencias desde que, en 2023, sufriera la Covid, su muerte, la de Virgilio, fue, para cuantos le conocíamos y admirábamos, al igual que le de Ramón Sijé para Miguel Hernández, «un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal».
Escritores y lectores constituyen un ente simbiótico, o mejor dos seres que se retroalimentan sin cesar. La vasta obra de Vargas Llosa (excesiva para algunos, entre lo que me encuentro) fue un regalo que este enorme escritor nos hizo, como un elixir en un pomo, al que el lector puede recurrir hasta confundirse con él. Con la particularidad de que cada vez que uno se pone frente a la esencia, la reacción química es distinta, porque el yo del lector muta continuamente.
Y es que sin cesar se habla de escritores, narradores, poetas, ensayistas, pero qué poco de los lectores, de los buenos lectores, esos mismos, o parecidos, a quienes ansiaba hallar Stendhal, esos happy few capaces de entender a fondo el sentido de un libro, su trasfondo profundo, por más que su opinión no coincidiera con la del escritor. 
Un lector, tan sólo consigue dicho apelativo, con mayúscula, tras un largo recorrido por bosques y veredas, por mares y costas, por montes y hondonadas; tan sólo, que diría Rimbaud, tras un largo desarreglo de los sentidos; en tanto ese milagro no acaece, el lector, por más que se crea, no es más que un vulgar tuercebotas, un pelanas. 
Uno comienza a ser lector (con mayúsculas), cuando observa con auténtica tristeza que el libro por el que ha transitado con auténtico placer se acaba, como concluye bruscamente un hermoso sueño, con la diferencia de que el libro se puede iniciar de nuevo, una y mil veces. Se es lector, en el pleno sentido del término, cuando, como dice Montesquieu, se constata que no hay tribulación, pena, dolor o abatimiento que dos horas diarias de lectura no sean capaces de vencer.
De ahí que veamos, con verdadera angustia, el declive progresivo de los lectores de verdad; para consuelo de nuestros gobernantes, empeñados en dirigir nuestro pensamiento, hasta convertirnos en corderos de Panurgo, y erradicar el pensamiento crítico.
Por desgracia, hay muchos «escritores» –y naturalmente editores– a quienes lo único que les interesa es encontrar lectores fáciles, vender ejemplares, a secas, importándoles un comino el hecho de que el libro, muy bonito, y a menudo dedicado con una cariñosa frase, vaya derecho a engrosar la fila volúmenes de una estantería, como el que guarda un cúmulo de trofeos.  
No era ése el caso de Virgilio, cuya desaparición, que diría don Fernando Arrabal, nos deja una honda congoja a quienes no sé si admirábamos más por sus palabras, escuetas, o por sus silencios. Por eso le pido a Dios que le deje un ápice de gloria en el  pedestal que de seguro va a ocupar el gran Mario Vargas Llosa. Seguro que no se aburrirán.