Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Adiós a Francisco

27/04/2025

La historia es cíclica, a lo sumo sinusoidal, pero siempre sujeta al mito del eterno retorno. Gira el cielo, gira la tierra, giran lo astros, gira el tiempo, gira el universo, Nada se sustrae a la terrible necesidad. Gira, incluso, la vida con ese hermoso renacer anual. Y, obviamente, gira la vida humana, con la particularidad de que, en nuestro caso, todo es distinto por culpa de nuestros genes. Nuestra reproducción, salvo anomalías genéticas, está sometida a la ley del azar, y nuestros hijos no necesariamente se nos asemejan. La cadena, no obstante, prosigue y proseguirá su curso hasta que, o bien acaezca una tragedia global, o bien seamos nosotros los responsables de nuestra propia destrucción.
Como es sabido, la institución más antigua que existe, junto a la de la familia, es la de los reyes. Un rey o reina podía gobernar sabia o torpemente, pero lo esencial era y sigue siendo tener descendencia, de lo contrario, adiós muy buenas. La Iglesia, perfecta conocedora de esa ley, optó por la elección del sucesor por el viejo procedimiento de 'primus  inter pares', por más que no hay pontífice que no procure dejar las cosas más o menos atadas, o encauzadas; nombrando cardenales afines, o confabulando con clérigos de similar ideología. 
Y es que, por más que parezca una institución sólida, uniforme y estable, por mucho que se inspire en el espíritu santo, por más que se empecine en servirse de tan llamativo indumento, su lado humano, omnipresente, la torna a menudo objeto de intrigas y de desviacionismos de toda índole. Los cardenales son plenamente conscientes del poder vaticano en la sombra, esa curia romana que hace y deshace a su antojo, y no duda en actuar si algún Pontífice intenta traspasar los límites permitidos.
Decenas de corrientes subterráneas procuran convivir bajo la severa expresión de los altos próceres, que son, qué duda cabe, los grandes responsables del funcionamiento de esta institución bimilenaria. Hasta 1958, los Papas se dejaban admirar mientras, caminando bajo palio, o sentados sobre su silla gestatoria, repartían bendiciones en latín sobre las muchedumbres deslumbradas por el boato y el olor de incienso. Los de mi generación nos acordamos, como si fuera hoy, de aquel Pío XII, que logró navegar durante 20 años, como Ulises, por las aguas procelosas infectadas de nazis, fascistas y comunistas, y que, a base de diplomacia –divina, claro está– logró salvar uno de los períodos más difíciles de la historia-. ¡Cómo no acordarse de su rostro fino y hierático con lentes redondas que figuraba junto al retrato de Franco con la pelliza, en multitud de hogares españoles, juntos, sí, pero no revueltos!
Las cosas no podían prolongarse más. La Iglesia debía renovarse sin falta, ponerse al día, Trento quedaba lejos. Pero nadie se atrevía. Hasta que, en 1958, tras el fallecimiento de Pío XII, salió elegido el Patriarca de Venecia, Angelo Giuseppe Roncalli, que, con el nombre de Juan XXIII, ejercería el papado durante casi cinco años. Se habló de un pontificado de transición, tenía 77 años. Era la típica imagen del hombre bueno del que se cuentan infinidad de anécdotas, como la costumbre que tenía de navegar por los canales de Venecia sin la vestimenta de cardenal y detenerse a hablar con los gondoleros, las prostitutas y los menesterosos que le contaban sus problemas. Su forma de ejercicio del poder se caracterizó por el servicio y el perdón. Nada extraño que tres meses después anunciara el que habría de ser el Concilio Vaticano II, que se celebró entre 1962 y 1965.
De entonces acá, con sus vaivenes y sus dudas (Pablo VI), sus momentos sombríos y escandalosos (Juan Pablo I), sus involuciones y su ecumenismo pleno (Juan Pablo II), sus íntimas vacilaciones (Benedicto XVI), pontífice que, después de 8 años de papado, presentó su renuncia, abriendo las puertas al argentino Bergoglio (Francisco), cuyo fallecimiento acaba de producirse. Un pontífice que aspiraba al máximo y tuvo que reducir sus expectativas a gestos de bondad, refugiado en la oración, pero ¿olvidó? aquello de «A Dios rogando y con el mazo dando».