La actividad de Elon Musk en Twitter (me niego a llamarlo X) es estos días objeto de análisis en todo el mundo. Surgen teorías que van de lo personal (consume ketamina y ha perdido la cabeza) a lo empresarial (busca destruir a los gobiernos propensos a regular sus negocios) a lo ideológico (está convencido de que los gobiernos socialdemócratas europeos son el demonio en la tierra).
Se escruta cada nuevo mensaje como si fueran las runas mayas, pero no se está prestando atención a lo que no dice, a aquello de lo que no habla. Musk, por ejemplo, no tuitea nada negativo sobre Rusia, una tiranía en la que se cometen diariamente los peores abusos contra la libertad de expresión, asuntos infinitamente más graves de los que se puedan llegar a imaginar en una democracia liberal con un gobierno socialdemócrata. A pesar de todo, el propietario de Tesla habla regularmente con Putin para comentar la actualidad.
Tampoco se le lee ni media palabra sobre China, una nación gobernada por un partido comunista donde las redes sociales occidentales están directamente prohibidas y donde nadie se arroga el derecho de cuestionar al gobierno. A pesar de ello, Musk mantiene sus inversiones millonarias (gigafactorías de Tesla) y cultiva buenas relaciones con sus líderes políticos. ¿Por qué a Musk, crecido en la Sudáfrica del apartheid, le indigna tanto lo que pasa en Suecia, Alemania o Cataluña? ¿Por qué, sin embargo, no levanta una ceja ante lo que ocurre en países donde se persigue cualquier voz crítica hasta la muerte? Esas, en mi opinión, son las preguntas que cabe hacerse.