Washington Irving, el gran embajador de la Alhambra

Antonio Pérez Henares
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El norteamericano, en los Archivos de Sevilla. Obra de David Wilkie. - Foto: john McLean

Si hubiera que reconocer a lo largo de la historia quién fue aquel que más dio a conocer al mundo la Alhambra, el ahora emblemático lugar admirado y visitado por millones de personas de todos los rincones de la Tierra, no habría duda alguna: Washington Irving es el hombre indicado. Él fue, y hasta hoy lo sigue siendo, el mejor embajador del fabuloso palacio nazarí, cima del arte andalusí y la joya más preciada de la hermosa ciudad de Granada.

Ahora puede disfrutarse de su recuperada y, donde ha sido preciso, restaurada hermosura, pero cuando él llegó la situación en que se la encontró era muy diferente, pues llevaba algún tiempo bastante abandonada. No lo había estado al comienzo, y durante un largo período, del dominio cristiano. Su primer alcaide y capitán general de aquel antiguo reino, el conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza, hermano del Gran Cardenal y vástago de aquel poderoso linaje nobiliario alcarreño, la preservó y cuidó con esmero, estableciendo en ella su residencia. El emperador Carlos y, sobre todo, su bella esposa Isabel de Portugal también la apreciaron. Aunque el rey se hizo construir un palacio renacentista, respetó tanto la fortaleza como la zona musulmana y los jardines del Generalife. 

Pero tres siglos después y la invasión francesa la habían dejado maltrecha. De hecho, estuvo a punto de ser volada. El mariscal Soult, famoso por haber saqueado multitud de obras de arte en Sevilla y cerca de un centenar de cuadros de Zurbarán, Murillo, Alonso Cano, Ribera y otros grandes pintores, ordenó dinamitarla al retirarse el 17 de septiembre de 1812. Las explosiones de sus barriles de pólvora amontonados destrozaron la Torre de los Siete Suelos, la Torre del Agua y la del Cabo de la Carrera pero la heroicidad de un soldado español, José García, un cabo invalido, cojo y manco a resultas de la batalla de Bailén, consiguió apagar la mecha.

Cuando Irving llegó allí, en abril de 1829, tras haber presenciado las procesiones de la Semana Santa sevillana, la halló en un deplorable estado, convertida en vivienda de gentes que habían encontrado allí techo y en refugio de mendigos. 

Sin embargo, observó que todavía se conservaban unas estancias que estaban destinadas a la residencia del gobernador, pero este vivía en la ciudad y no las utilizaba. Washington, que iba acompañado de un príncipe ruso, Dimitri Ivanovich Dolgorukov, también un apasionado viajero con quien había trabado amistad, le pidió permiso para aposentarse en ellas, lo que les concedió gustoso. Como el lugar carecía de mobiliario, les recomendó además que se pusieran en contacto con una señora que trabajaba en la fortaleza, en la cual vivía con toda su familia y que, en efecto y muy a la española, en nada les proveyó de todo lo necesario. 

Al poco se unió a ellos otro Irving, un sobrino, que servía en la marina inglesa y estaba destinado en Gibraltar. A mediados de mayo, el ruso y su sobrino tuvieron que marcharse. Irving, feliz allí, aguantó durante todo el tiempo que pudo. Había entablado gran amistad con el duque de Gor, un importante aristócrata que tenía una interesante biblioteca y que le consiguió un permiso para consultar la librería jesuita de la universidad. No tenía intención alguna de marcharse, pero al final tuvo que hacerlo.

En junio fue nombrado secretario de la Embajada de EEUU, noticia que recibió con pesar: «Cómo lamento no poder permanecer aquí más tiempo. Con todos los éxtasis que produce Granada, uno apenas conoce sus verdaderos encantos», escribió. Aún resistiría allí hasta el 28 de julio, cuando ya no le quedó más remedio que partir hacia su nuevo destino. Antes se había mostrado dolido: «Dentro de unos días abandonaré la Alhambra, aunque me iré con gran pesar. Nunca tuve ni tendré una morada igual». Al día siguiente de marcharse volvería a hacerlo. «Nunca encontraré una morada tan de mi agrado, ni que se adapte tanto a mis gustos y costumbres».

 Llevaría ya por siempre a Granada y la Alhambra en su corazón y, de inmediato, comenzaría a recopilar lo que había ya escrito y añadir a ellos nuevos textos que no tardó en publicar y a los que seguiría dando vueltas muchos años, hasta que en 1851 diera a la luz el definitivo, los 41 relatos que componen su renombrado Cuentos de la Alhambra, que si no han leído no sé a qué están esperando. Al igual que si no han estado en el lugar no deben tardar de hacerlo.

Y no solo escribió ese tomo, sino que también aprovechó su estancia para componer otro volumen. En esta ocasión fue un ensayo histórico, pues al encontrarse con que su admirado Colón había estado durante la campaña final de los Reyes Católicos, que completaría con su toma la Reconquista, no dudó en ponerse a ello y dar a luz a otro libro, Crónica de la conquista de Granada, al que más adelante añadió otro más: Leyendas de la conquista de España. Crónicas moriscas.

Regreso

En Londres no duró demasiado y dos años después y tras 17 de ausencia, volvió a Estados Unidos. Lo primero que hizo fue (¿cómo no?) un recorrido, el país daba para muchos, que tituló Viaje a las praderas, el primero escrito en y de su tierra natal desde Una historia de Nueva York de 1809. El éxito siguió acompañándole y parecía que esta vez él estaba dispuesto a quedarse por mucho tiempo, pero el destino lo iba a devolver pronto a España. Ocurrió en 1842 y esta vez lo hacía ya nada menos que como embajador de su país, que comenzaba a emerger como potencia ante la Corte de Isabel II, en aquel momento una niña de 12 años y el entonces regente, el general Espartero. 

En Madrid se reencontró con su amigo el duque de Gor y confiaba que el puesto no le impidiera seguir escribiendo, pero la turbulenta situación política se cruzó en sus intenciones. Eran tiempos convulsos. Espartero acabó por ser derribado del poder tras una rebelión liderada por el también general Narváez, que ocupó su puesto. Las conspiraciones y enredos eran continuas y, apesadumbrado, escribió:

«Estoy cansado y a veces angustiado por la miserable política de este país [...] Los últimos 10 o 12 años de mi vida, pasados entre sórdidos especuladores en los Estados Unidos y aventureros políticos en España, me han mostrado tanto del lado oscuro de la naturaleza humana, que empiezo a tener dolorosas dudas sobre mi prójimo; y miro con pesar el período de confianza de mi carrera literaria, cuando, pobre como una rata, pero rico en sueños, contemplé el mundo a través de mi imaginación y era capaz de creer a los hombres tan buenos como deseaba que fueran». 

Con todo, y a través de sus cartas, nos dejó una narración de todos aquellos sucesos y del comienzo del reinado supuestamente efectivo de la reina Isabel II, al ser considerada ya mayor de edad. Él, por su parte, había comenzado a arrastrar una penosa enfermedad en los tobillos que le impedía casi el caminar aunque, por fortuna. y tras haber sufrido mucho, acabó por reponerse. Pudo asistir en el Palacio Real de Aranjuez al reencuentro de la madre de la reina, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias con su hija, ahora ya en el trono.

 Irving permaneció en el cargo hasta mediados del año 1846. En la carta que entregó a la reina, y junto con la comunicación de su relevo y la voluntad del presidente norteamericano de «mantener las relaciones amigables que tan felizmente existen entre los dos países» añadió esta frase personal: «Por mi parte, puedo asegurarle a Su Majestad que yo llevaré conmigo en mi vida privada el mismo ardiente deseo del bienestar de España, y el mismo interés profundo en la fortuna y la felicidad de su joven reinado, que me ha movido durante mi carrera oficial».

Fue despedido con indudable afecto por muchos de los personajes y de los más contrarios pelajes que había tratado. Si algo supo hacer en su vida, desde luego, labrar amistades.

Volvió a Estados Unidos y ya permanecería allí hasta el final de sus días. Murió en 1859, escribiendo, entre otras cosas, la biografía de su siempre admirado George Washington, a quien debía su propio nombre. Su entierro fue un verdadero día de luto nacional, aunque tampoco estuvo exento de críticas. Algunos le acusaron, como el escritor James Fenimore Cooper, creador de El último mohicano, de haberse «europeizado» en exceso y Edgar Allan Poe no lo consideraba merecedor de ser considerado tan excelso como autor.

Los escritores sí tenemos que agradecerle algo. En la reimpresión de varias de sus obras en Nueva York, hizo incluir una cláusula en su contrato que establecía que como autor habría de cobrar un 12 por ciento de lo obtenido por la venta de sus libros. O sea, nuestros famosos derechos de autor. 

España, Granada y la Alhambra tienen también una deuda impagable. Fue nuestro mejor embajador y, en los tiempos que oficialmente desempeñó ese cargo, no dejó de interesarse por que aquel lugar tan especial se preservara y se cuidara de la mejor manera posible. Desde luego bien puede decirse que contribuyó muy decisivamente a salvarla. Así lo atestigua su estatua que en el bosque del recinto lo recuerda. También lo hacen otras por diferentes lugares y tres rutas turístico-culturales que ahora reproducen las suyas por toda Andalucía.