Un obispo no se jubila nunca. Ni se corta la coleta como los toreros ni deja de faenar por mares y océanos como hacen los marineros. Lo es siempre por mor de su propia ordenación episcopal, aunque la edad le obligue a ceder el testigo como máximo responsable al frente de una Diócesis. El Código de Derecho Canónico establece cuándo se tiene que producir ese último relevo: «Al obispo diocesano que haya cumplido 75 años de edad se le ruega que presente la renuncia de su oficio al Sumo Pontífice, el cual proveerá teniendo en cuenta todas las circunstancias». Así lo hizo don Atilano Rodríguez hace dos años y, después de la aceptación definitiva del Papa Francisco, este fin de semana será despedido como el gran y el buen pastor de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara.
Atilano Rodríguez ha servido a los vecinos de las alcarrias, señoríos, serranías y campiñas durante 12 años, 8 meses y 21 días. En total, 4.647 días. Día arriba, día abajo. El dato me lo da Jesús de las Heras, deán de la catedral de Sigüenza y periodista metódico de los que te puedes fiar a ciegas, cosa que en los tiempos que corren no deja de ser un gran mérito. Finaliza su ministerio con 77 años y ya nos ha contado en qué se va a centrar a partir de ahora. «En un primer momento, voy a dedicarme a la oración. Voy a rezar más de lo que rezaba, porque rezaba poco. Ayudaré en la actividad pastoral en las parroquias cercanas a Buenafuente del Sistal. Y luego dedicaré tiempo a leer y a disfrutar de la naturaleza, porque Dios está ahí. En la montaña, en los bosques y en los animales».
Desde sus comienzos como sacerdote en 28 pueblos (4 parroquias) en una zona de Asturias que limita con Lugo, hasta que concluya su camino episcopal en las vísperas de la Nochebuena, habrá trascurrido más de medio siglo. Atrás queda su etapa como formador del seminario de Oviedo, las labores de secretario de monseñor Elías Yanes en Zaragoza y su paso por la parroquia del Buen Pastor de Gijón hasta que fue nombrado obispo. Oviedo, Ciudad Rodrigo y Sigüenza-Guadalajara, tres Diócesis en las que ha mantenido el espíritu de un cura de pueblo siempre entregado al pueblo. Los que le conocemos sabemos que la mitra no le ha cambiado y que ha sido siempre como es ahora: sencillo, natural, dialogante y capaz de integrarse como nadie entre el paisaje y el paisanaje.
Para descubrir a alguien en profundidad es necesario sacarle de su hábitat natural o de eso que los psicólogos llaman zona de confort. A don Atilano me lo he encontrado en distintos momentos fuera de catedrales, iglesias, catequesis y al margen de su labor pastoral, aunque esto último sea como lo de ser obispo, no lo dejas nunca. Y le he visto disfrutar como pocos saben hacerlo cogiendo trufas con el dueño de una explotación de la Alcarria Alta, de cuyo nombre no es necesario dar más datos por aquello de los furtivos, que también los hay en esta actividad agrícola cada vez más extendida por las frías tierras de Guadalajara. Él fue -tampoco se deja de serlo- un pescador avezado, pero esto de la trufa no se le da nada mal, perro spaniel bretón mediante.
El sábado 23 de diciembre volverá a repetirse en Sigüenza una imagen que supondrá el relevo definitivo. Ese día, el nuevo obispo, monseñor Julián Ruiz Martorell, siguiendo la tradición, llegará a la catedral a lomos de una mula blanca vistosamente enjaezada, después de recorrer la alfombra floral desplegada por una de las principales calles seguntinas. Le esperan 469 parroquias repartidas por los siete arciprestazgos; algo más de 265.000 vecinos que son atendidos por 154 sacerdotes y 12.190 kilómetros cuadrados de una provincia que camina a dos velocidades -la del Corredor y la del resto- y que, aunque no siempre se quiere a sí misma, es leal como lo ha sido con ella don Atilano Rodríguez.