De pronto, a mediados de marzo, la ciudad quedó vacía y en silencio. Un silencio apenas alterado por las sirenas de ambulancias y coches policiales. Con las calles vacías y los hospitales llenos. A quienes tanto les apasiona la recuperación de la memoria histórica – siempre que sirva para lanzársela al adversario – conviene recordarles lo ocurrido hace cinco años. No sólo en las residencias de Madrid, sino en las de toda España.
El maldito coronavirus nos arrinconó en nuestros domicilios, mientras se llevaba por delante a decenas de miles de ciudadanos. Fue una catástrofe nacional, pero, sobre todo, una tragedia humanitaria para los ancianos atrapados en la soledad de una residencia, sin un familiar al que confesarle las últimas voluntades.
Un lustro después de la declaración del estado de alarma, todavía escucho el eco de las consignas y lemas pronunciados en la gran manifestación del 8-M de aquel 2020. Todavía recuerdo las voces de algunas dirigentes políticas de izquierdas animando a la participación, porque el maldito coronavirus nunca podría frenar la lucha feminista. Y tampoco olvidaré los rostros serios de la gente, cubiertos parcialmente por mascarillas, los aplausos desde los balcones a las ocho de la tarde o las comparecencias del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Pedro Simón, presumiendo de estar asesorados por un supuesto comité de expertos del que seguimos sin saber apenas nada.
En aquellos prolegómenos de la primavera me parecía una temeridad viajar a mi ciudad, Sigüenza (Guadalajara), para disfrutar de los olores del campo, de ese olor inconfundible a pinocha mojada por las praderas del pinar que deja a la espalda el castillo y avanza hacia Barbatona. Encerrado en mi casa de Madrid, me imaginaba los nidos de vencejos en las cornisas de las casas y el monótono sonido del agua en los arroyos. Soñaba con la Ciudad del Doncel como el que sueña con el paraíso, en medio del infierno.
Desde la distancia, lloré la pérdida de personas muy queridas, como el cura Don Daniel Sánchez, párroco de Santa María y fundador de los campamentos «Abriendo Camino», a los que llevábamos todos los años a mis hijos. A pesar del teletrabajo, los días, las semanas y los meses se hicieron interminables. Siempre el mismo paisaje, el mismo jardín y las mismas caras de los vecinos de las casas de enfrente a la hora del aplauso. El único destino estaba en la imaginación y en los libros que tenía en lista de espera. Novelas y ensayos que fueron cayendo en mis manos como agua de mayo.
Menos mal que podíamos viajar de la cocina al comedor, del comedor a la terraza o de la habitación al baño. Recuerdo también las reflexiones que hacía con un buen amigo y paisano sobre la incidencia positiva que tendría la pandemia en la repoblación de la España abandonada. Cinco años después, constatamos nuestro fracaso y la multiplicación de iniciativas y promesas de desarrollo rural que acaban en nada.
Durante el confinamiento, pasábamos de una «nueva normalidad» a la «desescalada». Gobierno y oposición – como siempre - se culpaban mutuamente del desastre. Sánchez se aplaudía a sí mismo y proclamaba su confianza en el futuro en estos términos, o parecidos: «saldremos de la pandemia más fuertes, empáticos y solidarios». ¿Se pasó de frenada? A las pruebas me remito.
Si algo aprendimos hace cinco años, es que somos mucho más débiles y vulnerables de lo que pensamos. Y también incapaces de asumir las propias responsabilidades.
Es más fácil exigírselas al adversario.