Primero, el poder político y el control de las instituciones. Después, el poder económico. Y, en tercer lugar, aunque de momento ofrece algunas resistencias, el poder judicial. El asalto a Telefónica – materializado este fin de semana con el relevo en la presidencia de la compañía – es un paso más en la ansiada concentración de poder que busca Pedro Sánchez, con la clara intención de blindarse ante las adversidades y perpetuarse en Moncloa.
Antes de nada, quiero dejar claro que la cuarta compañía de telecomunicaciones europea, Telefónica, fundada hace cien años, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, nunca ha dejado de estar bajo el paraguas del gobierno de turno, a pesar de la privatización iniciada por Felipe González, consumada después por José María Aznar. Y, tanto uno como otro, colocaron a sus amigos al frente de lo que durante algún tiempo fueron «las matildes».
Felipe nombró a Luis Solana y Cándido Velázquez y Aznar a su amigo de pupitre, Juan Villalonga para que se forrara. Después, vendría César Alierta, mucho más sensato, para arreglar, en buena medida, los abusos y estropicios que había dejado su antecesor; y, seguidamente, un alumno aventajado del ejecutivo aragonés, de nombre José María Álvarez-Pallete.
La historia de la compañía, incluso en su más reciente etapa de empresa privada que cotiza en Bolsa, siempre ha estado marcada por la dependencia del poder establecido. Telefónica, al ser una compañía estratégica, nunca se ha quitado de encima el yugo protector del Estado. Siempre ha estado vigilada – por decirlo de alguna manera – por los ministros y ministras de Economía, y asesorada en sus estrategias por el poder político, tanto de socialistas como de populares.
Los despachos de la compañía han estado siempre abiertos, a merced de recomendaciones y colocaciones sugeridas por altas instancias del Estado. En su consejo de administración se ha recolocado a amigos de unos y de otros, incluso se ha llegado a buscar puestos bien remunerados a familiares del Rey caídos en desgracia, como fue el caso de Iñaki Urdangarin. En definitiva, se han hecho favores políticos y personales, a cambio de recompensas y contraprestaciones de todo tipo.
Pero, el asalto definitivo de ahora a Telefónica deja en el aire algunos interrogantes. Hay motivos más que suficientes para pensar que Pedro Sánchez quiere también poner a su servicio las telecomunicaciones. A nadie se le oculta el valor estratégico de Telefónica, que sumado al de Indra, compañía tecnológica con participación accionarial del Estado, dejan en manos del Gobierno herramientas muy golosas que, conociendo al personaje, no tardará mucho en poner a su servicio.
Víctor Márquez Reviriego, octogenario periodista e inteligente observador de la génesis y desarrollo de nuestra actual democracia, me contaba hace unos días que los políticos de la Transición, en su jerarquía normativa y moral, hacían prevalecer el interés común sobre el interés de partido y el interés propio. La realidad – según él veterano colega – evidencia que ese orden jerárquico se ha dado la vuelta. El interés personal se coloca hoy en primer lugar, seguido del interés de partido, dejando para el final lo fundamental, el interés común. Justo al contrario de lo que debería ser.
P.D: La toma de posesión de Donald Trump, arropado por las grandes compañías tecnológicas de EEUU y por los líderes más reaccionarios del planeta, es un buen ejemplo de la degeneración política a la que estamos asistiendo.