La muerte de Francisco cierra un tiempo que se medirá en gestos. Su pontificado ha sido considerado como el más reformista desde el Concilio Vaticano II. Ha sido un papado que incomodó a algunos sectores dentro del propio Vaticano, precisamente porque prefirió arrodillarse frente al migrante antes que replegarse tras las murallas doctrinales.
Si Juan Pablo II devolvió humanidad a la Iglesia con su voz global y su capacidad de conmover multitudes, Francisco lo hizo despojándola de ornamentos, desmontando los símbolos del poder y colocándola sin temor junto a los últimos. Donde uno proyectó autoridad moral universal, el otro eligió el silencio marginal para hacer hablar al Evangelio con gestos concretos.
A lo largo de sus más de once años de pontificado, el papa Francisco abrió caminos que parecían impracticables. Reformó la Curia con la constitución apostólica 'Praedicate Evangelium', redujo la burocracia, dio pasos hacia una mayor transparencia financiera y apostó por una Iglesia alejada de solemnidades anacrónicas. Bajo su impulso, el Vaticano comenzó a limpiar sus cuentas y sus estructuras, a nombrar laicos y laicas en cargos de responsabilidad, a revisar prácticas que durante décadas se habían blindado con el peso de la costumbre.
Deja también una profunda herencia en lo simbólico. Francisco modificó la actitud de la Iglesia hacia los grandes conflictos del mundo y puso palabras donde antes había silencio. Clamó por los migrantes muertos en el Mediterráneo con un grito que no se olvidará nunca: «¡Vergüenza!», dijo Francisco. Esa indignación fue una demostración de que el papa Francisco entendía que evangelizar exige ensuciarse los pies en la periferia. No visitó España, ni siquiera su Argentina natal, pero no por desdén: prefirió llegar antes a Lesbos, a Mozambique o a Irak. Donde el mundo se retuerce de dolor. Que no viniera a Canarias, pese a su deseo expresado en varias ocasiones, confirma su preferencia por los que nadie ve.
Y, además, se atrevió a empujar la doctrina hacia terrenos antes vedados. Permitió, con cautela pero con decisión, bendiciones a parejas del mismo sexo; abrió el debate sobre el celibato; hizo frente, con dolor y firmeza, a los crímenes de abusos sexuales dentro del clero. No siempre llegó tan lejos como muchos esperaban, pero su determinación de no mirar hacia otro lado marcó un punto de inflexión.
Ahora, con su muerte, se abre una etapa incierta, pero Francisco despojó a la Iglesia de parte de su solemnidad y le ha devuelto humanidad. El cónclave que se avecina tendrá que decidir si esta época fue un paréntesis o el inicio de una transformación irreversible. Sin embargo, algo ya ha cambiado.