Al son de la dulzaina

Antonio Herraiz
-

Es el profesor de dulzaina de la Escuela de Folklore de Guadalajara y de las aulas de Sigüenza y de Molina. Como compositor, es autor de varios cuadernillos con obras propias que mantienen la esencia de la música popular aportando savia nueva

Al son de la dulzaina - Foto: Javier Pozo

Para empaparse por completo de la historia de Antonio Trijueque (Guadalajara, 1977) conviene sentir de fondo una jota, un pasacalles o un fox-trot. A poder ser, lo ideal es escucharle en cualquier pueblo de Castilla y moverse al son de su dulzaina en el tradicional baile de la redondela, con un vals o al ritmo de un pasodoble popular. Porque a Antonio lo que realmente le llena es tocar en las calles y en las plazas; ver a la gente disfrutar en toda clase de fiestas de carácter tradicional como rondas, romerías o procesiones; continuar con lo que han hecho desde siempre los grandes maestros de este instrumento, entregados a la cultura y al folklore que heredaron de sus antepasados. Y Trijueque, aun con su juventud, ha subido por méritos propios al olimpo de los mejores dulzaineros de la historia reciente: de Agapito Marazuela a Mariano Contreras El Obispo; de Pedro Manrique El Reino a José María Canfrán, uno de los principales artífices de la recuperación de la dulzaina en la provincia de Guadalajara.

Cuando los chavales de su edad se interesaban por el fútbol, el baloncesto o se entretenían con los primeros videojuegos, Antonio Trijueque se acercó ya al mundo de la dulzaina, aunque fuera por casualidad. «Mi padre era músico de cuerda. Sabía tocar la guitarra, el laúd y la bandurria y, sin pretenderlo, nos fue poniendo en el camino de la música». Aquel niño inquieto acompañaba a su padre a la recién creada Escuela de Folklore de Guadalajara -fundada en 1984-, pero en las actuaciones no se fijaba en los instrumentos de cuerda ni tampoco en los bailes. Lo que más le llamó la atención fue un artilugio que sonaba con mucha potencia, una herramienta con un tubo y una caña cuyo sonido era capaz de llegar casi al infinito. «Me debí de poner pesado y mi padre fue a preguntar a José Antonio Alonso, entonces director de la escuela». Dicho y hecho. En 1990, Antonio empezó a dar clases de dulzaina con Javier Barrio, castellanista comprometido hasta los tuétanos con el folklore popular. Desde entonces convirtió este instrumento musical de viento en una filosofía de vida. «No entiendo la vida sin la dulzaina».

Antonio Trijueque estudió Geología en Madrid y ha compaginado durante años su profesión con la docencia. En 2004, volvió a la Escuela de Folklore ya como profesor de dulzaina y ha creado una atmósfera especial con su propia idiosincrasia, formando a músicos capaces de identificase con las tradiciones de los pueblos de la provincia. «El trabajo que hacemos va más allá de aprender a tocar. Se ha conseguido revertir una situación que nos perseguía. Durante muchos años, se ha desechado la cultura popular porque parece que olía a viejo y eso está cambiando. Lejos de sentir vergüenza de nuestras tradiciones, lo que hay que estar es muy orgullosos y presumir de ellas». En ese compromiso y para que no se pierda un legado impagable, Antonio viene realizando una labor de recopilación en la que ha invertido muchas horas de su vida. No con pocas dificultades, porque los últimos dulzaineros vivos nacidos en la provincia desaparecieron a mediados del pasado siglo. 

Su primera criatura fue una Colección de Partituras para dulzaina en la que incluyó 45 canciones y que se ha convertido en una especie de biblia para los músicos y las agrupaciones que quieren conocer el repertorio tradicional y también el más moderno. Hace dos años sorprendió con un cuadernillo de partituras para dulzaina castellana con una temática específica: Música procesional para Semana Santa. Es un trabajo que le ha llevado componerlo durante 15 años y que lo empezó tras la muerte de su padre. «En su memoria, compuse Espinas de Redención, que se estrenó en la procesión de Viernes Santo en Valladolid y fue realmente emocionante». Sus trabajos como compositor se completan con un cuadernillo de jotas centradas en la Subida de Bernardos, una fiesta única cuyo eje central es la patrona de este pueblo segoviano, la Virgen del Castillo, y, más recientemente, una suite de Estampas Molinesas con aires musicales de la comarca del Señorío. Además de impartir clases en Guadalajara capital, también es el profesor de Dulzaina en el aula de Sigüenza y en la de Molina de Aragón, donde sigue recuperando repertorio tradicional aportando composiciones originales. «La dulzaina es un instrumento que está vivo y por eso es necesario crear músicas nuevas, lo que no está reñido con la tradición ni con el folklore popular». 

Antonio y su grupo Los Mahurotos se han convertido en un elemento imprescindible de muchas de las fiestas de nuestros pueblos y de eventos internacionales como el Maratón de los Cuentos. También han sabido aportar un toque de sobriedad añadida a las procesiones de la Semana Santa, acompañando a la Cofradía del Cristo Yacente del Santo Sepulcro y a la Cofradía de la Pasión del Señor. «Esto es un oficio. Hay que conocer los ritos y las tradiciones. No perder el sentido de la música que se viene haciendo durante décadas y siglos». Por eso, cuando le pregunto por la Inteligencia Artificial se muestra entre cauto y escéptico. «Ayuda, pero no tiene alma y en el trabajo de recopilación que hacemos, para conseguir una transcripción certera hay que estar cara a cara con un informante que te aporte claves que jamás te va a ofrecer una máquina». Y eso es la dulzaina para Antonio Trijueque: alma, corazón y vida.