Greta Thunberg se nos ha hecho mayor, aunque prolongue su niñez como en su día hicieron Pipi Calzaslargas y El pequeño Ruiseñor. A José Jiménez Fernández Joselito le acusaron de tomar hormonas para no crecer, lo que siempre ha negado. Nadie ha podido contraponer su testimonio. Se quedó en metro y medio y después de exprimir su voz de niño prodigio hasta robarle la infancia, la industria de la canción le olvidó en el momento en el que la gallina de los huevos de oro dejó de producir. A la sueca Greta Thunberg también la han birlado su niñez, por mucho que se niegue a reconocerlo. Para qué. Cuando mira su cuenta corriente se descojona de todo y de todos. Pasó sin transición de la infancia a la adolescencia, hasta brincar los 20 años con la misma bandera del activismo por el clima, que era una estafa antes y ahora. No es cuestión de negar el cambio climático, Dios me libre. Basta denunciar a los que lo han convertido en el negocio del siglo para enriquecerse sin complejos.
Esa imagen infantil que removía conciencias sirvió en su momento para recuperar una recurrente reivindicación de la izquierda más radical: la necesidad de reformar la ley electoral para que, en España, se pueda votar desde los 16 años. Los de Podemos veían Gretas a cada esquina. Jóvenes que se identificaban con la adolescente sueca, con Zyahna Bryant o con Emma González. Gente con principios y ganas de cambiar el mundo. Mentes brillantes que despertaban conciencias frente a palurdos de charanga y pandereta, cerrado y sacristía. Bryant se convirtió en uno de los iconos de la juventud de EEUU contra el racismo y Emma González en referente del movimiento estudiantil contra el acceso a las armas. Cuando Zyahna organizó su primera manifestación en EEUU tenía 12 años y, en España, unos meses antes o unos meses después, se gestaba el 15M, con quedadas masivas en Sol y en Plaza Cataluña. Entre las sensaciones que surgieron tras esos días de revuelta contra la casta fue que, para modificar el sistema, había que rebajar la edad mínima de votación, por aquello de que los más jóvenes son rebeldes y siempre iban a apoyar a partidos de extrema izquierda, lo que era mucho suponer. En los círculos internos también se extendía la posibilidad de impedir acudir a las urnas a las personas a partir de una edad determinada –80, 85, 90 años…–, porque en franjas muy concretas casi todos son fachas, o eso pensaban los de las tiendas de campaña seducidos por los efluvios mitineros de Pablo Iglesias y de los suyos, otra estafa antes, durante y después.
La última en rescatar la idea de votar a los 16 años ha sido Sira Rego, que toca recordar que es ministra de Juventud, aunque pocos jóvenes lo sepan. Lo hace con la convicción de que es un voto que puede beneficiar a partidos como el suyo. Rego viene del Partido Comunista y de Izquierda Unida, erigida ministra por Yolanda Díaz dentro de la cuota que Sánchez decidió ceder a Sumar. No veo yo a los jóvenes de esa edad –al menos de una forma general– preocupados por una colectividad y por el bien común, que es la base de cualquier democracia. No comparto tampoco que, mayoritariamente, el voto juvenil sea ahora mismo un voto de izquierdas. Sí lo es de extremos, pero también hacia la derecha, por eso VOX puede llegar a coincidir con la propuesta de Sumar. Y todo a pesar de que esa rebeldía que implica la bisoñez suele trasladarse, hoy en día, hacia opciones abstencionistas, lo que confirma que esa vieja reivindicación no favorece a la democracia participativa. Si a esto añadimos los estudios neurocientíficos que relacionan esas edades con un cerebro inmaduro y demasiado emocional, dispuesto a atraer mensajes radicales y negativos, mejor nos quedamos como estamos.