De las grandes asociaciones profesionales del periodismo, solamente la Federación de Asociaciones de Radio y Televisión, que preside Juan Ignacio Ocaña, dio la semana pasada una voz de alerta clara. Sin embargo, sabemos que sin periodismo no hay democracia, y resulta que estos días estamos de nuevo inmersos en un jugoso debate sobre la libertad de prensa a cuenta de las consideraciones de Pedro Sánchez sobre la desinformación y demás, y lo que él considera que es una constelación de medios que se mueven en una supuesta galaxia derechista y ultraderechista para desacreditarle. Realmente Sánchez lo que ha hecho ha sido señalar al eslabón más débil de la cadena democrática: los periodistas, que hacemos lo que podemos, y que, desde luego, no deberíamos renunciar a criticar los desmanes del poder.
Porque últimamente pasan cosas muy raras en nuestro país. España, como el propio mundo, se encuentra en estado transmutativo y la prensa es débil, asomada al balcón de la actualidad, pero desbordada por otras embarcaciones más rápidas y eficaces: redes sociales o influencer, pongamos por caso. Es este contexto el que aprovechan los populistas para desacreditarnos, somos un blanco fácil. Y el presidente del Gobierno parece haber visto que apuntando a algunos periodistas o medios puede ganar enteros en su objetivo de crear en España un polo de poder construido sobre una aritmética parlamentaria extraña pero eficaz para sus objetivos.
Pedro Sánchez juega a corto plazo y no pretende abrir un debate profundo o filosófico sobre la libertad de prensa. Esa no es su intención. Él juega al regate corto y lo que pretende, y lo quiere ya, es quitarse de encima una serie de medios, digitales, agiles y rápidos, que son, mayormente, los que han aireado las discutibles mediaciones de su mujer, Begoña Gómez, en el mundo empresarial. Es una trampa ponerse a discutir sobre las profundidades oceánicas cuando lo que te lanzan es el trapo para conseguir finalmente cambiar algo de manera unilateral y pensando en un beneficio prácticamente personal
En todos los países de nuestro entorno existen medios más o menos rigurosos en el tratamiento de la información. En todos, los medios, de mayor o de menor calidad, padecen la competencia de los nuevos formatos no periodísticos. En todos, existen bulos en una y otra dirección, pero a ningún presidente del Gobierno se le ha ocurrido poner a funcionar una operación de relanzamiento subido a lomos de un debate sobre la libertad de prensa o la desinformación. Tenemos, eso sí, un precedente relativamente lejano que no viene mal recordar: el caso Banca Catalana y como Jordi Pujol montó su imperio electoral a partir de su supuesta implicación en el asunto. "Yo soy Cataluña, y todo lo que me ataque va contra lo que yo represento", ese vino a ser el grito de guerra con el que comenzó ese "proyecto de construcción nacional" que nos llevó a octubre de 2017 y al cambalache que tenemos ahora. El grito de Sánchez es otro: "Yo soy el progresismo, y todo lo que me ataque es reaccionario o ultraderechista".
Utilizar un debate profundo, de gran calado, para seguir polarizando no deja de ser una finta más en la dinámica sanchista. En la UE llevan ya años intentando meter mano al asunto de la desinformación y los resultados hasta el momento son escasos o perniciosos, porque muchas veces la desinformación de un lado se sustituye por la desinformación de otro, logrando justamente lo contrario de lo que se persigue. Lo único que nos ha quedado claro a estas alturas es que al día siguiente de salir el presidente del Gobierno a la palestra, tras su extraña reflexión de cinco días, ya había varios medios afines a las disposiciones gubernamentales, con sus tertulianos de postín a la cabeza, hablando de la necesidad de crear en España una "ley de medios, ya que seguía en vigor la del franquismo, la de ideada por Manuel Fraga", decían. ¿Algún periodista en el ejercicio de su profesión ha sentido sobre él en algún momento el peso de la ley Fraga, es más, alguno ha tenido conciencia de que aún existía para algo más que para el estudio de los pormenores del régimen anterior?. Más bien, lo que encubre ese posicionamiento rocambolesco es la querencia a reivindicar una intervención legal, es decir, una ley que regule la vida de los medios, y eso es lo que resulta peligroso, lo que merece una alerta.