Una de las más dolorosas pérdidas de la Humanidad es sin duda la de las obras de los célebres Siete Sabios de Grecia –Tales, Pítaco, Bías, Solón, Cleóbulo, Quilón y Periandro–, a quienes la tradición ha ido añadiendo a su antojo nombres como Pitágoras, Pisístrato o Anaxágoras. Una pérdida irreparable, por cuanto debían de ser personajes singulares, en los que la teoría y la práxis, la vida y la obra, debían constituir un todo, por extravagantes que, en ocasiones, pudieran resultar.
Pese a todo, su ejemplo, sus máximas, su genialidad han pervivido, mezcladas con leyendas de toda índole, a lo largo de casi dos mil seiscientos años, junto a los no menos célebres presocráticos.
Sobre ellos se cuenta una anécdota genial, demasiado instructiva y divertida como para intentar controlar su autenticidad. Parece ser que un día los siete genios se dieron cita en Delfos, cerca del oráculo de Apolo, y que, una vez llegados allí, fueron recibidos con todos los honores por el más anciano de los sacerdotes. Éste, exultante de ver reunidos en torno a él a la flor y nata de la sabiduría griega, se apresuró a pedir a cada uno de ellos que grabase una máxima en las paredes del templo.
El primero en acertar la invitación fue Quilón de Esparta, que, pidiendo una escalera, escribió en el frontón de la entrada el famoso dicho «Conócete a ti mismo». Acto seguido, uno a uno, todos los demás le imitaron. Cleóbulo y Pirandro, el primero a la derecha, el segundo a la izquierda del portal, grabaron sus célebres lemas: «Óptima es la medida» y «La cosa más bella del mundo es la tranquilidad». Solón, en señal de modestia, escogió una esquinita semioscura del próstilo y escribió: «Aprende a obedecer y aprenderás a mandar».
Por su parte, Tales dejó su testimonio en las paredes exteriores del templo, de manera que todos los peregrinos provenientes de la Vía Sacra, apenas hubieran doblado la esquina del altar de los Kiotos pudiesen ver enfrente el escrito: «¡Acuérdate de los amigos!» Pítaco, excéntrico como siempre, se arrodilló a los pies del trípode de la pitia y grabó sobre el suelo un incomprensible «Devuelve el depósito».
Quedaba Bías de Priene, quien, para asombro de los presentes, empezó a murmurar que, de verdad, aquel día no se sentía capaz; que no sabía qué escribir. Sus compañeros, solícitos, se le acercaron y cada uno trató de sugerirle una frase para el caso; pero a pesar de la incitación de sus colegas, Bías permanecía inamovible. Cuanto más insistían ellos: «¡Vamos, Bías, hijo de Téutamas, tú eres el más sabio de todos nosotros, deja a los futuros visitantes de este templo un vestigio de tu luz!», más se defendía él diciendo: «Amigos míos, escuchadme: es mejor para todos si no escribo nada». Tras un tira y afloja, en un momento dado las insistencias fueron tantas que el pobre sabio ya no pudo eximirse de escribir algo; fue entonces cuando, con mano temblorosa, cogió un cincel y escribió: «La mayoría de los hombres es mala».
Ignoramos lo que dijeron los presentes, pero, con tan lapidaria sentencia, Bías lanzaba el veredicto más dramático de la filosofía griega, y que, muchos siglos más tarde, Thomas Hobbes haría suyo con el célebre eslogan: Homo homini lupus, que, sin duda, define a la perfección al gremio de 'iluminados' empeñados en suprimir de los programas de estudio de bachillerato actuales, primero la cultura clásica –o sea, nuestras raíces– y, ahora, van a por la literatura.
Y, visto lo visto, uno no puede menos de acordarse de Gracián cuando asevera que tontos son quienes lo parecen, y la mitad de los que no lo parecen. Dicho que podríamos hacer extensivo a los malintencionados, frustrados y cabroncetes que conforman el Concertino de Tonto y orquesta, ideado por mi gran amigo Enrique Cantos, que a diario sufre soportando a la patulea de necios que nos gobierna a su antojo.
Pese a todo, Feliz Navidad