Convivencia no es echar de los espacios públicos a quienes piensan de distinta manera. Convivencia no es llamar fascistas y asesinos a dirigentes políticos elegidos en las urnas, ni impedir por la fuerza que hablen en una universidad, donde debe imperar la libertad de expresión, la confrontación pacífica de ideas, los debates, la tolerancia y la pluralidad. La convivencia brilla por su ausencia cuando los antidisturbios tienen que comparecer en los campus universitarios para garantizar la seguridad de ciudadanos libres que van a recoger un premio -seguramente inmerecido- o a exponer sus ideas en una charla o conferencia.
Convivir en libertad no puede volver a ser una asignatura pendiente de los españoles y mucho menos de los universitarios que dentro de unos años intentarán ejercer su derecho a informar sin censuras, amenazas ni presiones. Y los escraches son siempre reprobables, por mucho que el ministro de Universidades los vea «normales», demostrando su penoso sectarismo y su contrastada incompetencia. ¡Me imagino cómo sería la reacción de Joan Subirats si el acosado en la Complutense hubiera sido Pablo Iglesias o la madre de sus hijos, Irene Montero!
Convivencia no es mirar para otro lado, y menos todavía aplaudir y celebrar los insultos y el odio incubado en gente tan joven. Convivencia es reivindicar la libertad de expresión: condenar, en definitiva, el comportamiento de quienes tratan de impedir la libre confrontación de ideas. Resulta inconcebible, al menos para quienes en los albores de la democracia reivindicábamos la convivencia y la tolerancia, que casi medio siglo después tengamos que volver a defendernos de los odiadores. Todavía recuerdo haber asistido a mítines de partidos contrarios a mis ideas para contrastar propuestas y opiniones. Como recuerdo también discutir amigablemente en el bar de la Facultad con compañeros de distintas sensibilidades políticas sobre los argumentos de unos y de otros, mientras nos tomábamos unas cañas.
Hoy, sin embargo, no me imagino a Elisa Lozano, premio «alumna ilustre» en Comunicación Audiovisual, discutiendo de forma pacífica y educada con compañeras partidarias de la presidenta de la Comunidad de Madrid. En su discurso, Elisa no habló de su experiencia docente, sino de lo malvada que era Ayuso y de lo orgullosa que se sentía de los colegas que la llamaban asesina, terrorista y facha en la puerta de la Facultad de Periodismo. Como mejor alumna de su promoción, se dejó llevar por la pasión y por el eslogan, y tras amenazar con romper el diploma que le acaban de entregar, puso fin a su disertación con este grito de guerra: «Ayuso, pepera, los ilustres están fuera».
Visto el bochornoso acto académico del otro día -en el que la lideresa popular recibía un premio probablemente inmerecido-, lo mínimo que puede exigirse a los adversarios políticos es condenar firmemente los hechos y reivindicar el derecho de los ciudadanos a la libertad de expresión. Un mínimo gesto, en lugar de echar más leña al fuego y llamar «provocadora» e «incendiaria» a la presidenta madrileña, que necesitó protección policial para poder recoger en la Facultad donde había estudiado un simple diploma.
El otro día, al ver las imágenes, me costó entender cómo en la Facultad de Ciencias de la Información, donde tanto disfruté estudiando una carrera que me apasionaba, el odio se colaba por las ventanas.