El proceso de renovación del PSOE -uno de los más jerarquizados del partido que se recuerdan en la historia democrática – se ha caracterizado por el aterrizaje en los territorios de hasta cinco ministros – seis con Salvador Illa en Cataluña – al frente de las distintas organizaciones. El empeño en designar peones y evitar unas elecciones primarias ha sido de tal intensidad que, en la práctica, ha puesto en cuestión el propio sistema que los socialistas importaron de la cultura política anglosajona para supuestamente favorecer la participación de las bases e impulsar la democracia interna en los partidos. Paradójicamente, el secretario general que debe su cargo a la rebelión de los militantes contra la dirección es hoy quien más tesón pone en controlar desde el aparato a toda la organización desde el aparato.
Al margen de la eficacia de la iniciativa – en el pasado el paracaidismo político ha obtenido resultados decepcionantes – esta estrategia de crear ministros secretarios generales plantea no pocos problemas tanto en el orden práctico, ético e incluso estético. Cabría pensar que, si los titulares de Ministerios no tienen carga de trabajo suficiente para dedicar a su área toda su jornada, podría estudiarse un deseable adelgazamiento de la estructura de Gobierno y de paso ahorrar en burocracia y costes. Del mismo modo, parece un fraude a los ciudadanos de un territorio tener al líder de la oposición ocupado en otras tareas que no sea el control y la fiscalización a su Ejecutivo.
Pero, sobre todo, hay un escrúpulo democrático que desaconseja esta concurrencia y es que un ministro del Gobierno lo es de todos los ciudadanos y se debe al interés general del Estado, mientras que un dirigente de un partido en un territorio concreto debe velar por las preocupaciones de sus afiliados y militantes y ambos, en ocasiones, no son compatibles. No sólo hay que conjurar la tentación de utilizar el cargo ministerial para favorecer las propias posiciones en la Comunidad Autónoma en la que se lidera el partido, sino que existe el riesgo permanente de sembrar dudas sobre la equidad y justicia de cualquiera de las decisiones que se adopten. El reciente episodio del acuerdo para desalojar al alcalde de Jaén, del PP, a través de una moción de censura en el que hay un paquete de medidas en las que la vicepresidenta primera del Ejecutivo, ministra de Hacienda y secretaria general del partido en Andalucía es un buen ejemplo de ello.
En rigor no es posible cuestionar que un ministro asuma las responsabilidades orgánicas que más beneficien a su partido, pero la salud institucional del país requiere evitar cualquier colusión de intereses dejando la responsabilidad gubernamental. Las organizaciones políticas en España deberían tener como prioridad la preservación de las instituciones como garantía de calidad democrática. Acciones cortoplacistas como éstas no sólo la debilitan, sino que la dejan en manos de peligrosos populismos que horadan la convivencia.