«El año pasado tuvimos un repunte importante de los ingresos de adolescentes de 15 a 17 años en la Unidad de Trastornos de Conductas Alimentarias (UTCA)». De este modo explica la coordinadora de la unidad en el hospital de Ciudad Real, Filomena Polo, cómo afectó el COVID a una parte de la sociedad que vio truncada su evolución personal. Se trata de personas que «justo en el inicio de la pandemia, estaban entrando en la adolescencia y el confinamiento supuso que este paso no lo pudieran realizar de manera adecuada». Son jóvenes que pasaron de Primaria a segundo o tercero de la ESO, sin esa adaptación, y que «no podían salir ni relacionarse con sus iguales, tan importantes en esta etapa» y que «los conflictos familiares que suelen surgir en esta época, sobre todo con los padres, se vieron agravados al permanecer más tiempo juntos». Por este motivo, «muchos aprendieron a manejar todas las emociones que la pandemia trajo, como el miedo o la incertidumbre, con la comida, y también pasaron muchas más horas en las redes sociales expuestos a estímulos» como cuerpos perfectos, dietas o ejercicio.
Además, un aspecto clave es que la pandemia supuso el colapso sanitario y que «muchas veces las familias estaban también inmensas en su propio sufrimiento, lo que dificultó el diagnóstico y tratamiento precoz», que es clave para el tratamiento de los trastornos de conductas alimentarias.
El pasado 30 de noviembre se celebró el Día Internacional de la lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentaria, que en Ciudad Real se desarrolla como un punto clave, al contar con una de las dos unidades que hay en Castilla-La Mancha para este tratamiento, a donde llegan personas derivadas de Extremadura, Barcelona o Madrid, para ocupar una de las 10 camas preparadas para la hospitalización de casos graves.
Hay que tener en cuenta que los trastornos de la conducta alimentaria tienen una etiología compleja, que abarca factores biológicos y genéticos. Por ejemplo, «las dietas hipocalóricas tienen un efecto sobre el cerebro que modifica los comportamientos y el estado físico y psicológico». A estos se suman factores sociales, entre los que destacan la sobrevaloración de la imagen y la delgadez, la exposición a modelos poco realistas, la promoción de un consumismo desmesurado, la asociación de alimentos con emociones o la intolerancia a la frustración que llevan a una insatisfacción de la imagen corporal y al uso de la comida para regular las emociones. Por último, se encuentran los «factores psicológicos, entre los que destacan una autoestima inestable, un excesivo perfeccionismo, dificultades para reconocer y regular las emociones o dependencia excesiva de la aprobación externa».
Por estos motivos, la prevención debe ir encaminada a cada uno de estos factores, lo que implica «intentar promocionar una alimentación y estilo de vidas saludable en familia, potenciar la autoestima, enfatizando la importancia de la individualidad, promover las diferencias de cada uno de nosotros y rechazar los adjetivos descalificativos sobre todo en relación con el peso o el cuerpo», así como evitar comentarios o comparaciones acerca de la apariencia física, favorecer el poder hablar de emociones en el ámbito familiar y también las relaciones con iguales de los niños y de los jóvenes.