Hace unos días, Pérez Reverte, dejándose arrastrar por su facundia, acusaba a Pedro Sánchez de no haber leído ni un solo libro en su vida, juicio que me pareció, ya digo, un tanto hiperbólico (y que conste que no soy el primero en decir que, posiblemente, se tratara de un lapsus linguae provocado por el despecho de intuir que lo que ocurría era que el presidente no ha leído ningún libro… 'suyo' o sea, del propio Reverte).
Lo cierto es que no estoy al tanto de las lecturas de Sánchez, ni sé hasta qué punto ha leído El príncipe de Maquiavelo, o simplemente le suena. De lo que no me cabe la menor duda es que, en las alturas donde mora rodeado de asesores, consejeros áulicos, turiferarios y, sin duda, catedráticos de toda índole, muy lerdos han de ser para que no le hayan explicado, con pelos y señales, el peligro que conlleva su manera desafiante de obrar, metiendo al Partido Socialista en un cul de sac del que sólo Dios sabe cómo va a salir.
Existe una fotografía, hecha en la Puerta del Sol de Madrid, el año 1934 –que fácilmente se puede consultar en Internet–, en la que figura José Antonio Primo de Rivera, rodeado de sus fieles –vestidos de paisano–, y justo detrás de ellos una pancarta donde se lee: «¡Viva la unidad de España!». La manifestación, organizada en plena confrontación entre el Gobierno de la República y el de la Generalitat, es un calco de las que se vienen celebrando reiteradamente (cambiando, que ya es cambiar, a Primo de Rivera por Santiago Abascal).
Y si la instantánea conserva una indudable actualidad, más aún ostenta el breve escrito, aparecido, con ese mismo motivo, en el diario La Nación –auspiciado y financiado por el Directorio Militar a cargo de su padre, el general Primo de Rivera–, en el que expresaba su pensamiento falangista ante el desafío soberanista de Cataluña. Por la actualidad que entraña, merece la pena reproducirlo: «La abierta rebeldía de la Generalitat de Cataluña contra el Estado español nos hace asistir a un espectáculo más triste que el de la misma rebeldía: el de la indiferencia del resto de España, agravado por la traición de los partidos políticos, como el socialista, que han pospuesto la dignidad de España a sus intereses políticos».
Solo los necios tropiezan dos veces en la misma piedra, por más que la clase política, tan dada a ese vicio, se agarre al archisabido dogma de errare humanum est, en especial cuando las terribles consecuencias de sus yerros las pagamos nosotros («y no me diga que no sabe de qué hablo, querido ex presidente Zapatero, definitivamente salido de la topera»). Algo huele a podrido en lo que estamos viviendo estos días con la segura amnistía de tal cúmulo de delincuentes por el simple hecho de ser catalanes; como algo huele a podrido en las palabras emitidas por la señora Armengol el día de la Constitución lanzando el primer aviso sobre el siguiente objetivo exigido por Puigdemont que, como bien saben, es, lisa y llanamente, la autodeterminación; como clara es la fórmula que se quiere aplicar, y que no es otra que el supositorio con mucha vaselina.
Lugar con fuego resulta tremendamente peligroso, en especial cuando pones a prueba una y otra, y otra, la paciencia del que está enfrente. Buena prueba de ello la tenemos en las palabras pronunciadas, o simplemente escritas, por Primo de Rivera hace la friolera de 87 años, y por idéntico motivo, como si la Historia se empeñara en burlarse de sus protagonistas, que, por pereza, o incapacidad, son incapaces de aprender lecciones esenciales en la vida. Hay un libro 'El arte de la prudencia', que todo español que se precie debería conocer de memoria. Pero los encargados de dirigir nuestro país tan sólo tienen nociones muy ligeras de Gracián. La dignidad es fundamental, y todavía más en la política; lo contrario, por muy ilustrado que se crea, es despotismo.