El emperador de las letras

J. Villahizán (SPC) - Agencias
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Con la desaparición de Mario Vargas Llosa se va uno de los mayores tejedores de historias de habla hispana, pero su vida queda impresa para siempre en novelas inmortales como 'La ciudad y los perros' o 'La fiesta del Chivo'

El emperador de las letras - Foto: TERESA SUÁREZ (EFE)

Libertario, rebelde y libre pensador. Mario Vargas Llosa dejó huérfana la literatura universal el pasado lunes cuando sus manos pararon de escribir para siempre esa prosa minuciosa, labrada y a la vez experimental que el escritor peruano regalaba a sus lectores desde mediados del siglo XX. Una narrativa preciosista basada en su propio vivir, que colmó a las letras del carácter de un genio.

Con un método realista y un fuerte sustrato intelectual, el literato construyó un estilo novelesco que ha conquistado a millones de lectores, que ahora lloran una perdida irreparable para las letras hispanas desde su fallecimiento el pasado lunes. Este monstruo de la literatura en mayúsculas deja obras maestras como La ciudad y los perros, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin de mundo o La Fiesta del Chivo, entre otras muchas novelas imprescindibles.

Es difícil aventurar si fue primero su vocación por la escritura o su rebeldía hacia los dictámenes de su padre lo que provocó que el pequeño Mario se adentrase en el mundo de la literatura. Ambas cosas debían estar unidas porque él mismo confesó que su progenitor odiaba tanto que fuese novelista que le metió en una academia militar a los 14 años con la idea de que se le fuese de la cabeza esa afición. Nada más lejos de la realidad. De aquellas experiencias surgió su primera novela: La ciudad y los perros, un retrato descarnado de la vida en el colegio castrense, donde exploró la violencia y la jerarquía.

Ese corpus realista se mantuvo en sus siguientes obras, La casa verde y Conversación en La Catedral, a las que podría sumarse otras más recientes como La fiesta del Chivo. Fueron unos inicios totales, llamados así porque aludían a una obra que aspiraba a abarcar la realidad en toda su complejidad. Es entonces cuando el autor explora otros puntos de vista narrativos y donde empieza a generalizar el salto temporal. 

Es en ese momento cuando llega el conocido como boom literario latinoamericano, es decir, cuando tanto Vargas Llosa como otros autores coetáneos alcanzan su cénit comercial y cultural. Junto a él se suman a esa corriente Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Carlos Fuentes, a los que añaden posteriormente Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti. Aunque cada uno con su estilo propio, lo único que les identificaba como grupo era su origen americano.

Contador de cuentos

A partir de la década de los 70, el peruano diversificó sus registros y atenuó parcialmente la vocación totalizante de sus primeras novelas. Convirtiéndose así en un perfecto contador de cuentos, como  en Pantaleón y las visitadoras o Historia de Mayta. 

Incluso se atreve con otros géneros tales como el thriller en ¿Quién mato a Palomino Moreno?, una breve pieza detectivesca ambientada en el Perú rural de los años 50; el relato histórico en La guerra del fin del mundo, en donde recrea la insurrección de Canudos con una minuciosa documentación histórica; o el relato erótico en Elogio de la madrastra, una novela corta de tono provocador que, a través de los juegos sexuales de un núcleo familiar burgués, el autor experimenta con la sensualidad y la estética del arte pictórico. 

Llega un momento en el que Vargas Llosa quiere jugar y asomarse a todos los espacios literarios, pero con su particular clase literaria. Él no hacía realismo mágico como otros autores latinoamericanos o una experimentación literaria extrema, sino que mantiene una tendencia reconocible, es decir, una prosa sobria y precisa, con una construcción rigurosa y cargada de reflexiones sobre la sociedad. 

Pero más allá de sus propias vivencias y experiencias, Vargas Llosa se sustentó en dos escritores con dos tendencias bien distintas, pero que ejercieron una influencia esencial en la literatura del peruano: la corriente americana de William Faulkner y la tendencia europea de Gustave Flaubert. Es más, en alguna ocasión el de Arequipa llegó a confesar que le hubiese gustado ser un autor francés. 

Con el primero aprendió que una novela es como un cuadro, una obra de arte, es decir, un conjunto cuidadosamente elaborado; Flaubert sin embrago era su alter ego, el escritor en el que se veía reflejado, el que utilizaba la palabra justa en el momento adecuado y el que daba una credibilidad absoluta al relato. Él pensaba que la precisión del lenguaje debe conseguir que el autor desaparezca detrás de la historia que está contando.

La querida Lima

Aunque el escritor siempre se mostró orgulloso de haber nacido en Arequipa, la segunda ciudad más importante de Perú, pasó sus primeros años en la boliviana Cochabamba y la norteña Piura, antes de llegar a Lima a los 10 años con sus padres.

Fue en la capital andina donde vivió las experiencias más trascendentales para su vocación literaria, desde el internado militar en Leoncio Prado a sus primeras incursiones periodísticas en el periódico La Crónica o los estudios en la Universidad Nacional Mayor.

Su amada ciudad, esa en la que también murió, ha sido un itinere en toda su obra. Desde La ciudad y los perros, en la que transcurren las aventuras y desventuras de Alberto por los pabellones militares, como en Conversación en La Catedral, donde Lima se convierte en un personaje más. Pero no son los únicos. La tía Julia y el escribidor o los más recientes como Travesuras de la niña mala o Cinco esquinas son reflejos puros de la capital peruana.