Valle Inclán podría incluirlo en sus esperpentos, méritos le sobran: presidente de un gobierno regional que huye en cuanto le aplican la ley y deja a sus compañeros y colaboradores detrás mientras él cruza la frontera metido en el maletero de un coche; monta un gobierno paralelo en Bruselas con la inestimable ayuda económica de seguidores fanatizados, más la del gobierno que aspira conquistar de nuevo. Se fuma un puro con las reglas del parlamento europeo y logra ocupar su escaño sin cumplir los requisitos de recoger su acta en su país de origen. El personaje se pone el mundo por montera y se mueve al margen de la ley, pero consigue todo lo que se marca como objetivo, entre otras razones porque no pone límite a sus objetivos.
Ha sido el primero en darse cuenta de que el gobierno de España está en manos de un hombre capaz de faltar a su palabra y a sus compromisos con tal de mantenerse como presidente, y lo torea como quiere, donde quiere y cuando quiere.
Cuidado, porque está empeñado en ser presidente de las Generalitat, y está sentando las bases para serlo. Pretende utilizar a sus seguidores para hacer frente a los jueces, y si para eso necesita una cadena humana que lo lleve en andas desde la Junquera hasta Barcelona, encontrará a la gente necesaria para escoltarlo. Todo ello, a través de su táctica de demostrar sus poderes a base de humillar al líder socialista que necesita sus votos. Obliga a dirigentes del PSOE a convertirse en enviados especiales a Bruselas o Ginebra para ser recibidos por el molt honorable president, y a medida que se acercan las elecciones catalanas que serán trascendentes para el PSOE de Sánchez, arrecia en sus gestos con los que pretende demostrar que Sánchez come de su mano. Además no disimula, se nota a la legua que disfruta con esta situación.
Los que hace dos años lo consideraban apestado, hoy le suplican una mirada, un gesto, siete votos; los que lo trataban como delincuente, hoy le ponen alfombra roja y si él les dice ven, lo dejan todo.
En esta España sorprendente por la irrelevancia de sus altos cargos, por la política que resuelve los asuntos más graves comprando voluntades y dedicando insultos a los adversarios en sede parlamentaria; en esta España en la que el gobierno ha colocado a su gente al frente de las instituciones del Estado, y ha buscado como compañeros de gobierno a partidos que buscan abiertamente la destrucción del Estado constitucional, Carles Puigdemont ha encontrado el terreno perfectamente abonado para sus fechorías.
Lo asombroso es que la ciudadanía catalana, siempre ejemplar en su europeísmo y en mirar hacia el futuro con espíritu de modernidad y de vanguardia, haya dado su confianza a un personaje como Puigdemont hasta el punto de convertirlo en presidente. Y, más asombroso todavía, lo siguen considerando un político a tener en cuenta.
Aunque lo inexplicable es que sea el referente del presidente de gobierno para abordar la trasformación de España. Que, con Puigdemont, no puede ser buena.