Hay otros mundos, pero están en este. Cuando Paul Èluard escribió esa sencilla verdad, no pudo pensar en Taylor Swift, pero de haber podido, se habría extendido algo más. De pronto, no es que el mundo Taylor Swift haya resultado estar en este, sino que parece haberlo sustituido. Si fuera un mundo con menos gente que este, uno sopesaría la conveniencia de quedarse a vivir en él, pero qué va, es un mundo habitado por centenares de millones de personas, que a uno le siguen pareciendo muchas.
Hay otros mundos. Además del injusto y siniestro que encontramos cada día al abrir los ojos, el de la destrucción lenta y sistemática de Ucrania, el del más acelerado pero no menos sistemático genocidio de Israel en Gaza, el del ultraje igualmente sistemático a la dignidad humana en tantos otros rincones del planeta, el de la mentira, el regueldo y la insidia como armas políticas, el del fascismo de nuevo rampante, el de la destrucción de la Naturaleza, el de la miseria de tantos a causa de la riqueza de tan pocos, además de éste mundo, hay otros, y todos están en este, y con el de Taylor Swift, que en Madrid ha irrumpido como si fuera el único que en estos días existe, a uno le pasa como con todos, que no lo entiende.
De esa cantante rubia, alta y algo desgarbada como suelen ser las altas, se sabe todo y no se sabe nada. La prensa escrita y los noticiarios de la radio y la televisión llevan semanas escrutando cada milímetro, cada poro, cada insignificancia, de su vida, que en realidad es corta, 33 años, y en la que no ha hecho otra cosa que cantar y amasar una fortuna. Aún así, ella, o su mercadotecnia, insinúa haber vivido no ya siglos, sino eras, que así se llama su gira, The Eras Tour. Asombra, no obstante, el número de sus seguidores, los "swiftis", millones y millones que, en puridad, deben encontrar en ella algo, tal vez un mundo más muelle y naif que éste tan sombrío que vemos cada día al abrir los ojos. Pensándolo bien, uno también le encuentra algo a Taylor Swift, algo bueno y concreto: la odia Donald Trump.