Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Un libro

21/04/2024

Si hay un autor que viene, ya no sólo resistiendo los duros embates de los nuevos tiempos, sino incluso imponiendo cada vez más su impronta entre los jóvenes lectores y lectoras, es Stendhal (pseudónimo de Henri Beyle)., un escritor que, a diferencia de Balzac, Dickens, Flaubert, Zola, Dostoievski, Tolstói y Galdós, rara vez se las dio de gran escritor de cara a la galería, aunque en su fuero interno estuviera plenamente seguro de su grandeza y anunciara su pleno reconocimiento hacia 1880, unos cuarenta años después de su fallecimiento.
Y es que lo primero y principal para él, por encima del acto mismo de escribir, fue vivir, gozar, sufrir, amar, viajar, leer, formarse, y después, sólo después, crear mundos de ficción.
Como stendhaliano de formación y de corazón que siempre he sido, al igual que mi maestra Consuelo Berges, me he pasado la vida respondiendo a la eterna pregunta: ¿Rojo y Negro o La cartuja de Parma? La de ejemplares que habré regalado de mis ediciones de Espasa Calpe de ambas novelas. 
De cuando en cuando no obstante, entrando más a fondo en el debate con lectores de más calado, de esos que nunca te harían la banal pregunta de si has leído todos los libros que guardas en tu biblioteca, tiro por el camino de en medio y, so pena de incurrir en una boutade,  digo la sacrosanta verdad: ni El Rojo  ni La Cartuja, Lucien Leuwen. 
La mirada de mi interlocutor, invariablemente, se torna por un instante escéptica, hasta que, comprendiendo que hablo del todo en serio, me cosen a preguntas sobre un libro del que lo ignoran casi todo. Y lo que les digo les deja admirados. A diferencia de Rojo y Negro, escrito en poco más de tres meses, y de La Cartuja de Parma (auténtico tour de force, llevado a cabo en cuarenta y ocho días), esta tercera gran novela de Stendhal le mantuvo ocupado durante largas veladas de su consulado en Civita-Vecchia, entre la primavera de 1834 y el otoño de 1836, hasta que por múltiples motivos la dejó inconclusa cuando lo esencial había sido dicho. El manuscrito quedó en su legado como algo sumamente valioso, hasta que Henry Debraye se encargaba de exhumarlo de los fondos de la Biblioteca de Grenoble, en 1927, recomponiéndolo como el que junta las piezas dispersas de una estatua. «Con todo esmero y devoción –escribe– he ido recogiendo y poniendo a limpio la obra completa e inconclusa, he reunido los fragmentos dispersos; y, tal como aparece, la novela nos asombra de forma parecida a como nos asombran, en los museos de Egipto y de Grecia, los admirables fragmentos, siempre vivos, de las más grandes obras de escultura que haya producido la Humanidad». Es muy posible que jamás se haya llegado tan lejos en la admiración de Stendhal.
De entre los doce o trece títulos ideados por Stendhal (es más que probable que, de haberla acabado, se hubiera decidido por El cazador verde o incluso por El amaranta y el verde), Debraye optó por el nombre del protagonista. La novela es un canto elegiaco a Matilde Dembowski, su gran amor milanés, fallecida en 1829, y presenta un cuadro extraordinariamente sólido y mordaz del mundo de la burguesía adinerada y de la banca que se impone en Francia y en el resto de Europa tras la caída de Napoleón. Por primera vez, junto al héroe joven y seductor, Stendhal se pintaba como el gran político maduro, corrido en mil avatares de la vida, François Leuwen, padre de Lucien, figura máxima de su novelística, que nos lleva directamente al conde Mosca de La Cartuja, que para sí hubiera deseado idear Maquiavelo.
Un libro precursor, dirigido a las almas sensibles, los happy few, y que, junto a sus dos autobiografías incompletas, la Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo, constituyen monumentos que toda persona culta ha de conocer.