En Estados Unidos existe una ciudad llamada Centralia, que desde el año dos mil tiene menos de diez habitantes. Aparentemente, no hay ningún motivo para ello. Los edificios se encuentran en perfecto estado. La ciudad está rodeada de un inmenso bosque, sensual y absoluto. Sin embargo, los comercios permanecen cerrados sin que ningún cartel avise de ello. Las papeleras de las calles están vacías, las lunas de los escaparates, manchadas. La carretera de entrada a la ciudad, antes parte de la Ruta 61, está cubierta de grafitis de colores vivos a lo largo de más de un kilómetro, sin apenas dejar un centímetro desnudo alrededor de las grandes grietas en el asfalto. No hay marcas de llantas o huellas humanas manchando las pinturas, como si nadie pasase por ahí, y ese fuese el camino de entrada a la ciudad fantasma que uno espera encontrar cuando llegue el fin del mundo.
Los primeros registros de Centralia datan de 1841. Un ingeniero de la compañía Locust Mountain Coal and Iron se mudó a la zona por su cercanía a unas minas, y desde entonces la extracción de carbón fue la ocupación principal del territorio. Poco a poco, otros mineros y sus esposas se asentaron en Centralia, invirtieron su poco capital en la posibilidad de una casa de dos plantas. Pero para mil novecientos sesenta y dos, la mayor parte de las minas habían cerrado y la extracción carbonífera producía más desecho que beneficio. Los trabajadores quemaban basura en las minas abandonadas, o bien se dedicaban a la minería de contrabando.
Una noche, uno de los incendios provocados se descontroló. Los bomberos apagaron el incendio de forma rutinaria, y se marcharon a su casa con la tranquilidad del trabajo bien hecho, sin darse cuenta de que el fuego continuaba donde la vista no alcanzaba. En pocas semanas, el fuego se había extendido hasta el resto de las minas. Ardía todo el subsuelo. Expertos medioambientales trataron de estudiar el alcance del desastre, instalar monitores de gas en las casas, hacer pequeños agujeros en la superficie, que no hicieron otra cosa que avivar las llamas. Algunas voces se quejaban de los peligros de inhalar monóxido de carbono, como siempre hay voces que se quejan de cosas que no pueden cambiarse, el cambio climático, la deforestación de los bosques, el apartheid. Ninguna de esas quejas era lo suficientemente grande como para abandonar la ciudad, detener la vida civilizada, o atraer a los medios de comunicación.
Ocho años más tarde, el propietario de la gasolinera registró que la temperatura del carburante casi alcanzaba los ochenta grados y corrió la voz de alarma. Drenaron el suelo, trataron de excavar los restos de carbón, averiguar qué era lo que estaba ocurriendo para subsanarlo, sin éxito de ninguna clase. Algunas grietas comenzaban a aparecer en calles y carreteras. En 1981, el suelo se abrió bajo los pies de un niño de doce años. El documental trata de dar sensación de movimiento a la imagen de archivo del gigantesco agujero en el asfalto, haciéndola vibrar, y sospecho que de tener auriculares estos me traerían algún sonido de espanto o catástrofe. Su hermano lo rescató, pero el suceso captó la atención estatal y se confirmó lo que las voces decían, como siempre acaban confirmándose las voces de quienes alertan del cambio climático, la discriminación o la deforestación de los bosques: Centralia ardía bajo la superficie, por debajo de los cimientos de sus casas, y no sería ni la primera ni la última vez que el suelo iba a agrietarse. Dado que el incendio era subterráneo, no había posibilidad técnica o humana de extinguirlo. Se propuso un plan de contención que implicaba más de quinientas zanjas y unos seiscientos millones de dólares, ninguna garantía de éxito. Sin la toma de ninguna clase de medida, el incendio no se apagaría hasta doscientos cincuenta años más tarde, y no había un cálculo fidedigno de los daños materiales o peligros que causaría.
Al final, el Estado de Pennsylvania optó por un plan de reubicación de la población -en el que sólo se gastó cuarenta y dos millones de dólares-, y decidió esperar a que el fuego se apagase por causas naturales, o a que se convirtiera en un peligro imposible de ignorar. Con todo, algunos ciudadanos decidieron quedarse. Cada vez menos, hasta que en dos mil dieciséis sólo quedaban siete habitantes en la ciudad, sumergidos en un tiempo virgen, en un esqueleto seco. La pregunta lógica es «¿por qué decidieron quedarse?», pero ¿te habrías ido tú?
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