Del cúmulo de imágenes que, desde hace algo más de una semana nos vienen ofreciendo las televisiones sobre el frenesí destructivo que de cuando en cuando se apodera del ciudadano francés, me quedo con la del camionero español que, a la altura de Narbonne, en la autopista A-3, de Lyon a la frontera de España, fue detenido por la chusma gala. La imagen, bochornosa y cobarde hasta límites insospechados, muestra, ante la mirada desolada del pobre camionero, cómo, abiertos los grifos del tanque que transportaba el camión, sale a presión el vino inundando el asfalto y los campos colindantes; mientras, la chusma prorrumpe enardecida cantando La Marsellesa, como celebrando una hipotética victoria ante un enemigo fantasmal. Y todo ello, ante la presencia de dos gendarmes (acaso familiares del Luis de Funes de Saint-Tropez), que miran hacia otro lado, embriagados, quizá, por el suave aroma etílico de un vino que iba destinado a Alemania.
Evidentemente, el ciudadano medio francés –el bourgeois, tildado por Sartre de sale (sucio, en el sentido del individuo cuyo pensamiento roza la vileza)– y el paysan (al que ajusta las cuentas Rimbaud), no pueden tolerar que España, como nación, levante la cabeza (un poco como nosotros hacemos con los magrebíes) y que nuestros productos hortofrutícolas sean mejores, tengan mejor sabor y sean más baratos. El francés únicamente rinde pleitesía al norteamericano, a quien debe su existencia como país, tras la locura de la guerra franco-prusiana, la Primera y, en especial, la Segunda, en la que en algo más de un mes fueron literalmente borrados del mapa.
La de tiempo que llevan sin apuntarse una victoria bélica, casi tantos como los italianos, esos mismos que, desde la caída del Imperio Romano, cantan la romanza, beben licores suaves, se refugian en la mamma y adoran a las signorinas (al menos, ellos, que diría Pla, recrearon el gran arte renacentista). Los franceses (no me gusta el remoquete de gabacho) siguen viviendo del oro que obtuvieron las tropas napoleónicas en los países que invadieron: lo tenían claro: llenar la bolsa y a casita, y no le hacían ascos a las tumbas o sarcófagos (no en vano, como bien oí de labios de un afamado profesor galo, los países que más oro en barras poseen son India y Francia). Siempre petimetres, endiosados y obsesionados con las buenas viandas y con el sexo. Desde la Liberación de París, como muy bien apunta Plá con un pelín de sarcasmo, viven del capital (por algo el doctor Guillotin, apiadado con los condenados a muerte, ideó tan sutil instrumento, que, desde 1870, mantuvo a raya a los grandes burgueses y aristócratas (actuales potentados, banqueros, terratenientes y grandes empresarios, encantados de 'pagar' las fiestas de los feroces y muy solidarios sindicalistas, siempre fieles al dogma lampedusiano: que todo cambie para que todo siga igual); deslumbrando al personal con los tres vértices del triángulo de la mentira: Liberté, Égalité y Fraternité.
Recuerdo la durísima campaña que los paysans galos nos dedicaron los meses antes de entrar en la Comunidad Europea, como niños celosos de perder sus privilegios. Y, lo peor es que, en Francia, si quieres circular, no tienes más remedio que utilizar la autopista a precios más que abusivos. Es evidente que a perro flaco todo son pulgas. Ignorando una vez más en nuestra historia el trascendental dogma de que 'la unión hace la fuerza', andamos a cuatro patas con la desgracia gubernamental que nos ha caído encima, donde las diecisiete españas se atizan de lo lindo entre si, mientras nuestros duros camioneros se hallan inermes, hostigados por los nuevos Drake, viendo cómo, de seguir así las cosas, en breve tendrán que cruzar otra frontera, además de la gala, para ir y venir en sus viajes a Centroeuropa. Vagamos por la desdicha y no sabemos cómo salir de ella.